Un western cargado de presagios
La Noche de los Gigantes (
The Stalking Moon, 1968) es un western atípico, más cercano al suspense que a la acción desenfrenada. Dirigida por
Robert Mulligan, presenta a
Gregory Peck como Sam Varner, un explorador del ejército que sueña con retirarse a su rancho de Nuevo México, pero cuyo camino se cruza con Sarah Carver (
Eva Marie Saint) y su hijo mestizo.
Lo que parece un simple viaje de escolta pronto se transforma en una pesadilla. El padre del niño, conocido como Salvaje (
Nathaniel Narcisco), es un guerrero apache temido incluso por los suyos, y está dispuesto a todo para recuperar a su hijo. La cinta juega con un tono de acecho constante, como si la amenaza nunca abandonara la pantalla.
La amenaza invisible que avanza
El rastro de violencia comienza en la estación de diligencias de Hennessy, donde todos aparecen muertos tras la decisión precipitada de Sarah de marcharse antes de tiempo. Desde entonces, cada parada en el viaje de Sam y su improvisada familia es acompañada por la sombra de Salvaje.
El personaje funciona como un espectro: no necesita decir palabra, basta la huella de sus crímenes. La película mantiene el suspense al estilo de un thriller psicológico, más que de un western clásico.
Final explicado de "La Noche de los Gigantes"
La tensión estalla en el rancho. Primero muere Ned, el viejo cuidador, al lanzarse en venganza contra el apache. Después, Nick, el amigo mestizo de Sam, cae también en una emboscada. El duelo queda servido: Sam frente a Salvaje.
La confrontación se desarrolla en la oscuridad de la casa y en los alrededores, con trampas, cuchilladas y disparos. Sam, herido en la pierna por una trampa del apache, logra sobreponerse y le dispara tres veces. Salvaje cae sobre él, como si ese choque final uniera a ambos en un abrazo mortal. Exhausto, Sam consigue arrastrarse de vuelta hasta la casa, donde Sarah corre a auxiliarlo.
Un duelo entre el hombre y el mito
El desenlace no solo es físico, sino simbólico. Salvaje representa a la muerte misma, a la figura del fantasma que persigue sin descanso. En cambio, Sam encarna la obstinación humana, esa terquedad de sobrevivir pese a las heridas y la soledad.
El hecho de que la batalla se resuelva a oscuras refuerza la sensación de pesadilla. No es un duelo de western al sol, sino una lucha casi íntima contra la sombra de lo inevitable. El apache se convierte en una presencia tan implacable como los villanos silenciosos que décadas después popularizaría el cine de terror.
Cierre: un ocaso teñido de sangre
La película concluye con un Sam derrotado físicamente pero aún en pie, sostenido por Sarah. No hay gloria ni redención, solo la certeza de que la violencia deja cicatrices profundas.
Al igual que en westerns crepusculares como
Grupo Salvaje, aquí la frontera no es un lugar de conquista, sino de resistencia. La última imagen nos recuerda que, en tierras salvajes, la verdadera batalla no es contra el enemigo, sino contra la certeza de que uno siempre está siendo acechado.
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