Ficha Patrimonio Nacional

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Críticas de Patrimonio Nacional (1)




Mad Warrior

  • 14 Feb 2022

7



La vida política se desintegra y lo que estaba arriba ahora está abajo, se organizan partidos, ha aparecido algo así como la Ley Fundamental, un señor bajito con pinta de enterrador llamado Carlos Arias no se lleva muy bien con otro alto y apuesto que al parecer se ha sentado en un trono en el Palacio de Oriente, donde se debe estar muy a gusto...

Es la Transición, tan temida por muchos, tan esperada por otros, la era del cambio en nuestra España allá por 1.975, cuando se anuncia por televisión la muerte del Generalísimo Francisco Franco; y entonces sale Juan Carlos I de la nada, como siempre ha hecho, y se proclama rey, y no saben algunos la que se les vendrá encima cuando lleguen unas cosas llamadas democracia y elecciones. Este periodo de piruetas políticas tan convulso y que llegará a su cenit cuando en 1.978 se apruebe una serie de papelajos con el nombre de Constitución también se refleja en el cine.
Un cine que no tarda en aprovechar lo que le brinda un país mucho más liberal, en hacer de la libertad democrática una herramienta para desangrar la política obsoleta y explotar lo que antes hubiera sido condenado por la censura; y el director que mejor supo expresar este cambio a través de la cámara fue Luis García Berlanga, que se recupera de una peligrosa sequía gracias a ¨La Escopeta Nacional¨, exitosa obra, negra como el tizón, sobre la burguesía decadente, la pérfida ambición y la miseria moral de los que antes eran figuras de prestigio de los ambientes cortesanos y acabaron fuera del mapa tras el ascenso del Régimen.

Entonces el valenciano contempla junto a su querido Azcona volver la mirada hacia esa familia tan peculiar, tan ruin y entrañablemente corrupta, tan degenerada y, de un modo extraño, simpática: los Leguineche. Porque recordemos que en ¨La Escopeta...¨ entramos a formar parte de su universo delirante y ponzoñoso a través de Canivell, aquel vendedor de porteros electrónicos que desea codearse con la nata y la crema de la alta sociedad para dar buena salida a su negocio, sin saber que pueden estar envenenadas. Ahora, y por desgracia, a José Sazatornil no le volvemos a ver el ¨pelo¨.
Ahora son los Leguineche los que toman el protagonismo y Berlanga nos arrastrará a su estrambótica cruzada para volver a situarse en el lugar que una vez les correspondió. La película empieza con un plano de ellos saliendo del campo y entrando en la ciudad, estorbando a otros vehículos, con la posibilidad de provocar un accidente, abriéndose paso como asquerosos nobles que son entre los plebeyos, igual que sucedería en la Edad Media; el destino de la familia lo sigue determinando el curso de la Historia española: muerto Franco se reestablece la monarquía y parece que todo rastro del Régimen empieza a desaparecer.

Y el director contempla que es el momento idóneo para que su piara de chiflados oportunistas, con don José a la cabeza, quieran volver a su palacio, pero se encuentran con que allí vive la ex-mujer de éste y condesa Eugenia, ferviente franquista. La lucha de ideales en este derruido vestigio de tiempos patrios pasados representa lo que es el país en el momento, un homólogo a nivel personal de las guerras políticas que mantienen los del Consejo del Reino y los de la Coordinación Democrática; pero a los Leguineche poco les importa esta situación.
Absolutamente todos actúan por dos cosas: beneficio material y crédito social. Así les iremos viendo pasar por delante de la cámara de Berlanga, que obtiene el Palacio de Linares para su historia, inmersos en una serie de estrafalarias y caóticas situaciones en los que cada uno de ellos quiere echar mano del pastel en cuanto vuelvan a recuperar su prestigio; así Luis José sólo quiere desempeñar un cargo político mientras Chus busca el tesoro familiar por la polvorienta finca y el marqués hace lo posible por quitarle los bienes a su esposa, pero la mala suerte les golpea con la aparición de unos bienintencionados señores de Hacienda que reclaman unos impuestos impagados.

El humor del director y el guionista no cambia un ápice: negro y ácido en toda su delirante socarronería, en su devenir de una punta a otra del encuadre por el escenario casi único que es el palacio, y que figura, en sus desconchadas paredes y maderas carcomidas, el deterioro, el declive de esa estirpe burguesa de época pre-franquista tan consciente de su corrupción moral. A lo largo de la trama, y con el asunto de Hacienda como mejor ejemplo, se desvelan las más escandalosas degeneraciones en los personajes, a quienes no dejamos de mirar como patéticos rastreros y tacaños, encantadores en toda su sinvergonzonería.
El primero es por supuesto Luis Escobar, único e irrepetible en su don José, que aparece convertido en una versión más ingenua y amable del terrible déspota que fue en ¨La Escopeta...¨; tal vez sea una obra coral pero su presencia es la más destacada, sobre todo porque, en opinión de un servidor, escupe mejor que nadie las frases de Berlanga y Azcona. No desmerece en absoluto el colosal reparto que le sucede, con unos simplemente excelentes López Vázquez, Alfredo Mayo, José Lifante, Luis Ciges, Agustín González y Amparo Soler Leal, pero casi todos ellos eclipsados por el ingenio explosivo de Mary Santpere, que se mide con Escobar en un cara a cara difícil de olvidar.

Esperpento corrosivo que lo ataca absolutamente todo, y que demuestra que la democracia, como el Régimen, tiene tantos sus cosas buenas como malas, un delirio tratado desde cierta distancia con el que uno no deja de sorprenderse gracias al carisma y la naturalidad de sus actores.
Puede que el éxito no fuese tan grande como su predecesora y que perdiera parte de su frescura, pero al cineasta le valió, ni más ni menos, una nominación a la Palma de Oro en Cannes...la cual se acabó llevando el polaco Andrzej Wajda por ¨El Hombre de Hierro¨. En fin...



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