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Críticas de Besos (1)




Mad Warrior

  • 15 Jun 2020

7



Dos jóvenes se encuentran en una desoladora prisión de las afueras, de repente surge el amor, apasionado, juvenil.
Un mundo les envuelve, ese mundo exterior tan lleno de cinismo, violencia e incomprensión. Pero el amor es más fuerte que todo eso.

En 1.957 llegan a las salas de Japón “Elegía”, “Trono de Sangre”, “Tiempos de Alegría y Dolor”, “Río Negro” y “Crepúsculo en Tokyo”, entre otros títulos notables; los llamados cineastas clásicos y académicos aún se mantienen en perfecto estado. Sin embargo la rebeldía en la industria del cine va a estallar de la mano de una serie de jóvenes que pronto se rebelarán contra los esquemas más tradicionales y crearán sus propias productoras independientes al margen de los grandes destudios. En ese mismo momento Suzuki, Nakahira, Tanaka y Masumura empiezan sus carreras.
Éste último, que al contrario de sus coétaneos sí trabajará en el seno de conocidas compañías, será uno de los talentos que lleve el cine nipón a terrenos más provocativos y renovadores. Nace en Kofu en 1.924 y consigue licenciarse en la Universidad de Leyes de Tokyo a finales de los 40 y de la 2.ª Guerra Mundial, para luego trabajar de asistente de dirección en la Daiei; sin embargo no tarda en marcharse a Italia y logra estudiar en el Centro Sperimentale bajo la tutela de maestros como Antonioni o Fellini. Tras la enriquecedora experiencia regresa a su patria y sirve de asistente a Ichikawa, a Mizoguchi en sus últimas obras y en una curiosa coproducción italo-japonesa dirigida por Carmine Gallone: “Madame Butterfly”.

Entonces en Daiei lo ascienden a director y decide realizar una película basada en una novela del importante autor Matsutaro Kawaguchi con guión de Kazuo Funahashi, quien volverá a escribir para él. Allí, en los oscuros rincones de una cárcel (sustituyendo a la estación de tren de “Breve Encuentro”) da comienzo esta historia, cuando el enérgico Kinichi va a visitar a su padre y la vivaracha Akiko termina de visitar al suyo, el primero condenado por fraude, el segundo por malversación de fondos públicos; ambos se cruzan en el pasillo en mitad de un momento incómodo y triste y no así sucede el flechazo. De este modo, y tras un acto de generosidad por parte del chico, ambos se reúnen durante todo un día.
Porque nada más importa salvo centrarse en lo que harán esos dos jóvenes que se acaban de conocer para sobrellevar sus melancólicas existencias, todas ellas provocadas por los padres; es entonces cuando el director demuestra su intención de celebrar e idealizar la generación de la juventud y practicar la más radical desemejanza con la generación adulta, donde se critica su nihilismo, falta de compasión e insensibilidad, que contamina a los hijos; el delito y el cinismo (los padres de Kinichi) o la enfermedad (la madre de Akiko) es lo que distingue a la antigua generación japonesa.

Frente a esta oscuridad resplandece la vitalidad, la alegría, la humanidad y el impulso de los muchachos, a quienes seguimos (en moto, andando, en patines, en la playa) durante su inocente aventura amorosa como Wyler seguía a Joe y Ann en “Vacaciones en Roma”, aunque sin alcanzarse la explosiva sensualidad de “Un Verano con Mónica”. Masumura no esconde las influencias que ha recogido del cine americano (en especial de Nicholas Ray) y del europeo (la “nouvelle vague”, el neorrealismo, el melodrama romántico italiano) y se propone aplicarlas al escenario japonés dando voz a los adolescentes y ensalzando su pasión, como ya hicieran Nakahira y Honda en “Kurutta Kajitsu” y “Zoku Shishunki”.
Sí, alrededor de ellos se erige una sociedad negra como el tizón que no puede aguantar cómo la occidentalización ha separado a los jóvenes de las tradiciones (cuando los adultos también la han aceptado aunque perdiendo en ello la ética y los sentimientos), pero el cineasta no se permite caer en excesos trágicos. Aún no es momento de dejarse seducir por el pesimismo y el horror que marcarán sus futuros trabajos, pues si algo ha distinguido siempre su estilo ha sido radiografiar las relaciones humanas por la vía de lo sórdido, lo comprometido, lo fatalista y lo terrible.

Aquí prefiere abogar por la esperanza pese a las vicisitudes de los protagonistas, que conoceremos cuando se separen tras un día mágico. El optimismo es el motor de la trama; hay una separación pero está claro que habrá un reencuentro, y el “adiós para siempre” no es definitivo, pues el destino los ha unido. Masumura se convierte en el cineasta del instante, y su cámara busca una sola cosa: atrapar el presente en lo que tiene de más fugaz y profundizar en él para otorgarle un valor de eternidad, congelando para siempre el recuerdo del baño en la playa, el paseo en moto, las carreras de bicicletas, la canción que ambos interpretan en el pub (ella cantando y él al piano) o ese esperado beso bajo las escaleras.
La cámara es tan dinámica como los protagonistas (pues la historia se narra desde su punto de vista), encarnados por dos jóvenes promesas igual de carismáticos y enérgicos, Hiroshi Kawaguchi (hijo de Matsutaro) y la preciosa Hitomi Nozoe, pareja cuya gran química invade cada encuadre, lo que aprovechará el director en muchas más obras; frente a ellos unos buenos Saiko Mima, Eitaro Ozawa y Sachiko Murase. “Besos” inaugura un nuevo periodo en el cine japonés y su brutal sinceridad y emocionante afán de libertad exalta a Nagisa Oshima, Seijun Suzuki o Shohei Imamura, quienes tomarán buena nota.

Quizás Masumura nunca sería tan optimista en sus trabajos posteriores como con esta sencilla historia de puro amor que continuarán en el panorama cinematográfico japonés “Todo sale Mal”, “Historias Crueles de Juventud” o “Primavera en Akitsu”.
Comienza así la carrera de una de las voces más poderosas y personales de la Nueva Ola del cine nipón, entre miradas candorosas, caricias en la noche y el romanticismo más inocente a flor de piel, porque (citando el título de la obra de Yves Allégret) los milagros ocurren sólo una vez.



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