Ficha Los Cuarenta y Siete Samurais (Los Leales 47 Ronin)

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Críticas de Los Cuarenta y Siete Samurais (Los Leales 47 Ronin) (1)




Mad Warrior

  • 24 May 2020

9



¨風さそう花よりもなお我はまた春の名残を...いかにとやせん¨. Esas fueron las últimas palabras de Asano Naganori antes de cometer hara-kiri.
Un acto de locura, una decisión política irrefultable, un reino que hizo pedazos, y cuarenta y siete hombres dispuestos a llevar a cabo la venganza que originaría la leyenda...

Cualquier amante de la cultura japonesa y de su historia tiene constancia de la inmortal gesta del grupo de samuráis que tras dar cuenta de una pésima decisión por parte del shogunato y ver condenado a su señor a realizar el suicidio ritual y la expropiación de todos sus dominios, incluyendo el gran castillo de Ako, se lanzaron convertidos en ronin a una concienzuda y arriesgada empresa: tomar la vida del hombre que provocó la deshonra de su amo y su familia y acabar con sus vidas honorablemente. La era Genroku estaría marcada por este suceso histórico inolvidable.
Suceso trasladado a la ficción a través de todos los medios de expresión posibles; el cine se apoderaría de la historia a partir de 1.907 y desde entonces se han producido innumerables recreaciones de la leyenda. Una de las más conocidas es la realizada por Kenji Mizoguchi a principios de los 40, quien en ese momento se halla en una situación muy delicada como cineasta debido a la cercana entrada de Japón en la 2.ª Guerra Mundial, resignado a realizar proyectos de encargo siguiendo órdenes del Ministerio de Cultura y el gobierno militar; por supuesto, Shochiku desea que esta nueva versión de la historia de los guerreros sea espectacular y conforme a las reglas dictadas por dicho gobierno.

Es decir, una versión más popular, más tradicional, apropiada para conmover a un pueblo sumergido en los albores de la guerra; el director, sin embargo, impone a los productores basarse en una obra kabuki del dramaturgo y maestro del teatro modernista Seika Mayama y contratar a la famosa compañía de actores (de kabuki) Zinshin-Za para intepretar a los protagonistas. Esta obra, menos espectacular, gira en torno al drama personal de Kuranosuke Oishi, consejero de Naganori, y es que Mizoguchi, como bien afirmó su guionista Yoshikata Yoda, no deseaba hacer del film un gran espectáculo y no poseía (ni deseaba poseer) el talento para filmar acción.
Esto se demuestra desde la escena inicial, donde en un arranque de violencia Naganori intenta asesinar en el castillo Edo a Kira Yoshinaka, uno de los poderosos funcionarios del shogunato, tras recibir en público sus insultos; incidente que trastocará la existencia de la familia y todos los súbditos del daymio. Por expreso deseo del cineasta la película se divide en dos partes, compuesta por largos planos fijos o panorámicas laterales casi sin incluir primeros planos y con cada secuencia (que se abre con una indicación del decorado en el cual se desarrollará la acción) separada por intertítulos y elipsis temporales, excluyéndose así todo rasgo de picaresca y dando a los combates heróicos un nuevo sentido lógico.

Por lo tanto reina la voluntad de teatralidad y un respeto rígido a la obra original, siendo prioritarios el texto declamado y la gestualidad minimalista; se muestran representaciones kabuki y Mizoguchi se apoya en estos códigos, de una manera fría y haciendo gala de una perfección indiscutible, y al suprimir la acción y los momentos más emocionalemente dramáticos, convierte los escenarios interiores en campo de batalla y las palabras, sentencias y sentimientos en las mejores armas. En efecto la trama sigue de cerca el sufrimiento que embarga a los allegados de Naganori y en especial a su consejero Kuranosuke Oishi, aquejado de un infinito pesar al ser testigo impotente de la decisión del shogunato para con su señor. Paulatinamente asistimos a la caída política, moral, económica y espiritual, de un reino, que se abalanza sobre las cenizas de su propio cadáver mientras el gobierno recoge y se reparte los pedazos. También contemplamos el hundimiento de una unidad, una unidad familiar sostenida por lazos más fuertes que los otorgados por la consanguinidad de la propia familia, y son aquellos referentes al sentido inquebrantable de la lealtad de los guerreros samuráis, aquí ensalzados por (un resignado) Mizoguchi y sus guionistas, quienes defienden en todo momento su estoica mentalidad, pureza de espíritu y admirable valor.

De este modo el director no tiene más remedio que transmitir los valores adecuados para complacer al régimen militar del momento: honor del clan, sentido del sacrificio y por encima de todo fidelidad a la memoria del jefe y ¨padre¨ unificador (la patria y el emperador). Pese a esto, Mizoguchi se concede un par de secuencias para infiltrar sus consabidos ideales izquierdistas en el sentimiento ultranacionalista que le ha sido impuesto; de este modo la voz del pueblo llano toma importancia sobre la del gobierno (literalmente expresado por Oishi ante su hijo) y se lamenta la trágica transmisión familiar del samurái (en ese drama íntimo entre Tokube y su hijo).
Mientras, su cámara de desliza con máxima delicadeza por los escenarios, presentando un estilo formalmente bello, denso y sobrio, realzado por la magnificencia de los decorados, el diseño artístico y la preciosa fotografía de Kohei Sugiyama, y capta cada uno de los detalles con respecto al entorno y los personajes, donde destaca por encima de todos ese abnegado Oishi que, ocultando sus auténticas intenciones ante sus hombres, sumidos en la incertidumbre y la desesperación, prepara sabiamente su anhelada venganza contra Yoshinaka en un gesto de solemne y no menos enfermiza lealtad (cuando es evidente de quien es la culpa) ante su ya desaparecido señor.

Sobre todo debido a la semejanza que guardan las existencias y el pasado de ambos, dándose un intercambio y asunción de roles de lo más significativo (la relación padre-hijo o hermano mayor-hermano menor, sustituyendo a la del señor y su súbdito). El director, lejos del épico y emocionante fresco de samuráis que hubiesen rodado otros como Inagaki, Okamoto o Kurosawa, decide centrarse en los entresijos, vicisitudes burocráticas, tensa atmósfera y conflictos morales y psicológicos dentro del truculento entorno de la nobleza; así, la paciencia y la reflexión dominan en el metraje, que llega casi a las cuatro horas de duración.
El segundo tramo sigue a partir de la decisión de Oishi de viajar hasta Edo y visitar a la viuda de Naganori en el aniversario de su muerte, y contiene momentos conforme al estilo de Mizoguchi, pues ahora éste (sin desplazar a los samuráis y su cometido y demás personajes masculinos) profundiza mucho más en el papel de las mujeres, dispositivo esencial de distanciamiento con el primer arco, donde éstas se disponían en el escenario cual simple apoyo; la cámara escrutará con esmero las ideas y sensaciones de varias féminas ya conocidas (la sra. Naganori y su sirvienta, la hermana de uno de los ronin o una joven enamorada también de uno de ellos y dispuesta a afrontar un trágico destino).

Sin embargo, a pesar de dicho distanciamiento, la limitación hierática general de esta obra imponente no permite que en ningún momento decaiga su espíritu propagandístico; los samuráis, independientemente de si sus acciones y las del señor al que defienden con sus vidas son correctas o justas, se alzan como héroes inmortales, respetados y envidiados por los demás. Mientras las elipsis, los intertítulos y las indicaciones de escenario conducen la trama, son las cartas las que actúan como humilde reemplazo de la acción (pues jamás veremos el suicidio del daymio ni el asalto al castillo de Yoshinaka).
Por su parte, un grupo magnífico de actores hacen de la sobriedad y la solemnidad sus mejores instrumentos de interpretación, donde cabe señalarse a Kikunosuke Ichikawa, Kunitaro Kawarazaki, Mitsuko Miura, Kazutoyo Mimasu, Mieko Takamine, Mitsusaburo Ramon, Sensho Ichikawa y el gran Chojuro Kawarasaki a la cabeza. Con esta obra el director se atreve con un cine algo ajeno a él, que incluye el uso de inmensos escenarios, miles de extras y un abultado presupuesto; además se ha de enfrentar a dos sucesos que perturban el rodaje: la definitiva entrada de Japón en la guerra y ver a su esposa Chieko (que afectada por la sífilis es presa de la locura) siendo internada en un manicomio.

Pese a las conclusiones médicas, que le exculpan, él conservará una eterna culpabilidad; a partir de entonces Mizoguchi, decidiendo casarse con la hermana de aquélla, madre de dos hijos, se convierte en un artista en crisis que no frena su carrera artística.
¨Genroku Chushingura¨ es, no obstante, una obra de arte técnica y académicamente perfecta, en todos los sentidos. Los historiadores críticos y fans la encumbrarían como un gran logro de la cinematografía japonesa, aunque en su momento Shochiku la considerara un estrepitoso fracaso.



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