Ficha Zatoichi 13: Zatoichi's Vengeance


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Críticas de Zatoichi 13: Zatoichi's Vengeance (1)




Mad Warrior

  • 23 May 2021

7



El ronin y masajista ciego más famoso del periodo Edo continúa vagando por los polvorientos caminos sin fin del país hasta encontrar su sitio. Ahora, en este punto de su peregrinaje, no sólo debe enfrentarse a males externos, sino a los suyos propios...

Kenji Misumi, quien había comenzado la longeva serie de Zatoichi, entregaba a los fans una interesante aventura con “Jiguku Tabi”, sin embargo para la siguiente entrega, ya la 13.ª, se volvería a contratar al hábil Tokuzo Tanaka, responsable de la 3.ª (“Shin Zatoichi Monogatari”, la que trajo el color) y la 4.ª (“Kyojo Tabi”); un punto a favor del cineasta fue contar con la ayuda del legendario Kazuo Miyagawa, un maestro de la luz y el encuadre que había servido bien a Ozu, Kurosawa, Mizoguchi y muchos más (además de haber participado ya en la saga).
La presencia de éste último como operador es palpable desde ese magnífico y violento inicio filmado en la penumbra de la madrugada donde se nos lanza a la cacería de un pobre hombre a través de un campo de alta maleza. La entrada del protagonista es de nuevo a través del humor, y su duelo (final, claro) con el antagonista ya está servido; Hajime Takaiwa (que escribió la gran “Historia de una Prostituta”) vuelve a una fórmula conocida: por medio de un encuentro trágico, el masajista-ronin es guiado por el destino hacia una villa donde mediará en las vidas de varios personajes. La injusticia, el cinismo y la perdición vuelven a ser los temas principales.

Pese a presentar una estructura narrativa ya muy explotada, en “Uta ga Kikoeru”, como en la mayoría de entregas, son los personajes secundarios que pivotan alrededor de Zatoichi los que aportan la verdadera fuerza dramática al conjunto, por muy extravagantes que sean descritos a veces y por mucho que sus encuentros con aquél y su participación en la trama tienda a suceder por mera conveniencia de guión. Ahora el masajista adopta el papel de padre-tutor sustitutivo del niño (Taichi) cuyo padre es asesinado al principio, enzarzándose en la típica trifulca con los yakuzas que controlan el pueblo, y sabiendo ya de antemano qué futuro les espera tras enfrentarse a él.
Pero la sensación de puro entretenimiento se empieza a dejar a un lado para elaborar un retrato triste, melancólico y oscuro de unos personajes encaminados hacia la destrucción emocional y espiritual. Un monje, narrador omnisciente disfrazado y homólogo de Zatoichi con el que se encuentra en el bosque viene a representar la imagen especular de su conciencia siempre dubitativa, su conflicto moral constante por usar la violencia para sobrevivir y reconducir las vidas de otros y sobre todo su imprecisa existencia (“No estás cómodo ni entre los ciegos ni entre los normales; eres un extraño ser que pertenece a ambos mundos...”).

Así que ahora vemos cómo el protagonista se cuestiona sus métodos y su filosofía hasta el punto de traicionar, en cierto modo, a aquellos que dependen de su fuerza; Tanaka, pese a tener que manejar un guión otra vez repleto de personajes secundarios, casi nunca da tregua a la acción o el entretenimiento, pero sobresale su atención para modelar ese clima de desasosiego, dolor y brutalidad permanente que asfixia al pueblo y a sus habitantes. En un ejemplo por llevar el film hacia terrenos más serios, será introducida una pobre prostituta (Shino) y su ex-marido Kuroda, casualmente (ahí juega la susodicha conveniencia) el antagonista de la historia.
Pero este villano, llamado a ser gran adversario de Zatoichi, no deja de ser retratado como un otrora samurái de prestigio a quien el alcohol y las mujeres transformaron en ronin pobre y desgraciado (nótese una situación tan inusual para este tipo de películas en la que le vemos suplicando ante una Shino completamente rota por culpa de su corrupta forma de vida); en este caso el villano sólo desea la recompensa de los yakuzas para liberar a la que fue su mujer de esa vida de esclavitud, pero la fatalidad, como siempre en la saga de Zatoichi, adquiere una importancia mayor.

Con el guión de Takaiwa, “Uta ga Kikoeru” vuelve a demostrar la compleja elaboración y caracterización de personajes de la que goza dicha saga...pero en una terrible decisión, quizás de los productores, todas estas subtramas no llegan a resolverse del todo y se dejan en incógnita lo sucedido a muchos secundarios: ¿qué hizo en realidad el padre de Taichi para ser asesinado?, ¿qué ha sido de la joven Oharu?, ¿qué sucederá con Shino?, incluso se nos oculta dónde fue el monje ciego? (aunque esto importa menos por tratarse de una figura de proyección del propio Zatoichi).
La veterana Kanae Kobayashi, un convincente Kei Sato como el oyabun Gonzo y un sorprendente Shigeru Amachi dando vida a un villano con mucha más profundidad psicológica y emocional de la que podríamos atisbar a simple vista, siguen a ese genial Shintaro Katsu que vuelve a dejar patente su habilidad para equilibrar el drama y el humor (de lo más negro y ácido). Lo previsible del argumento (al fin y al cabo se sigue la fórmula de la saga) y de las situaciones restan credibilidad a la película, sostenida finalmente gracias a ciertas secuencias autónomas que magnifican el conjunto, entre las que destacan la de Zatoichi y el monje en el bosque siendo observados por Kuroda, la pelea entre éste y Shino y en especial todo el tramo final (descrito más abajo).

A efectos técnicos, Tanaka roza la perfección estética, visual y formal, como el trato de los colores y la luz por parte de Miyagawa, quien es un apoyo fundamental para el anterior para modelar las atmósferas y los espacios. La despedida, como otras veces, es triste, pero la esperanza, pese al cinismo y la corrupción, sobrevive.
Así Zatoichi vuelve a emprender la marcha, alumbrado por las primeras luces del amanecer, consiguiendo este colofón una belleza casi pictórica; ¿encontrará nuestro héroe realmente su lugar en la tierra o deberá seguir vagando por siempre? Esta aventura le ha servido para conocer un poco más su espíritu y su condición...
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Hacia el final de “Uta ga Kikoeru” las complejas intrigas y el suspense se desatan en puro éxtasis que compensa un desarrollo narrativo mediocre y no muy bien construido. En estos últimos 20 minutos se concentran los instantes de mayor intensidad del film, absolutamente memorables.
Se prepara un gran enfrentamiento, que comienza en casa de la anciana; el movimiento efectuado por Tanaka constituye una prueba de su dominio para la escenografía de la acción y su objetivo de conducirla hacia un estado de catársis, diviendo esta estructura en cuatro actos:

1.º: Zatoichi inicia la pelea contra los secuaces de Gonzo, en un entorno asfixiante, envuelto en sombras; pero el cineasta, que aprovecha bien la agilidad de los zooms y las limitaciones del espacio, permite que la ira y la violencia no permanezcan más tiempo encerradas y así saca su cámara al exterior. No hay rastro de música y aún tardará en llegar.
2.º: Afuera es de noche. La cámara se irá desplazando en un suave y largo travelling continuo mientras el encuadre se sostiene en plano medio sobre el protagonista, que asesina a sus enemigos sin ninguna piedad. Este movimiento de violencia creciente continúa desde los callejones del pueblo hacia las afueras, por lo que la película alcanza poco a poco una mayor dimensión; el frenesí va a llegar a un punto culminante.
3.º: Los enemigos rodean a Zatoichi y le acorralan sobre un puente, utilizando los tambores del festival para debilitar sus habilidades auditivas; filmada lateralmente, en penumbra y a contraluz, y empezando con un largo plano-secuencia que deriva en una sucesión de planos generales y cortos, toda esta escena es una lección de cine en estado puro en cuanto a ritmo, conciencia del movimiento, estructura de la acción, montaje, sonido y fotografía, donde Miyagawa hace un uso magnífico de los claroscuros y la iluminación y Tanaka maneja eficazmente una secuencia caótica sin perderse en las estridencias. Kurosawa envidiaría haber dirigido esta impresionante escena climática.
4.º: Tanaka, como aquél, también aborda los elementos atmosféricos para elevar la crudeza de la realidad a la pura abstracción. Kuroda y Zatoichi se desplazan a un precioso paisaje empedrado de colinas y lagunas para batirse; ahora la fluidez de la acción de los personajes está determinado por el grado de belleza formal al que se desea aspirar. En este duelo no tiene cabida la brutalidad ni los salvajes impulsos, se trata más bien de un acto de fatalidad y tragedia, y el efecto final, acorde al gesto de Zatoichi para con su enemigo, es desgarrador.

Y retrotrayéndose al inicio de este largo clímax, Tanaka vuelve a llevar la película a un escenario interior, en este caso a la casa del oyabun; en este punto de la historia, Zatoichi ha sido llevado al límite, tanto físico como psicológico y emocional. Lo que resta es presenciar su venganza contra los yakuzas responsables de tanta muerte y destrucción; con el rostro desencajado y cubierto de sangre, éste parece más bien un espectro llegado del mundo de los muertos para cobrar la deuda de los vivos en su nombre. Si no ha vuelto a aparecer al monje ciego es porque, llegado a esta situación límite, Zatoichi puede permitirse el lujo de despojarse de toda culpa de conciencia por unos segundos.
Entre grotesco y mordaz, acorrala a sus enemigos como un monstruo que no muestra piedad en sus facciones, más bien se regocija en sus habilidades asesinas; aquí tenemos al Tanaka maestro de atmósferas, que vuelve a desplazar las líneas de la realidad y la moral cinematográfica para elevar la secuencia a los registros sensibles de la abstracción. Consigue atraparnos en un clima agobiante e incómodo de opresión con sus planos cortos, siendo ayudado por un gran trabajo de luces y sombras de su operador y la increíble actuación de Katsu y Sato, bien compenetrados como héroe y villano (la risa espeluznante del primero crea un contraste extrañamente hilarante con la expresión de horror del segundo).

Finalmente, el juego de tortura psicológica de Zatoichi, cuya violencia va mostrándose contenida aun siendo liberada de vez en cuando en estallidos inesperados con cada tajo de su katana, termina con la aceptación de la muerte y la sangre. Él no puede escapar a su capacidad de destrucción, por mucho que la emplee para las buenas causas, y así asistimos, a lo largo de esta secuencia de unos siete minutos, a la humanización del protagonista por la más directa y áspera deshumanización.
“¡Tirad vuestras espadas!”, espeta a los secuaces, y se marcha carcajeándose, orgulloso del triunfo de su violencia; pero un oportuno resbalón quiebra de repente toda el desasosiego acumulado. Tanaka termina con un gesto patético y divertido y nos libera de la tensión de la atmósfera y al actor de su personaje, rematando un tramo climático inolvidable, no sólo de su filmografía o de la saga, sino de todo el “jidai-geki”. Una lástima que el resto de la película no esté a la misma altura...



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