Ficha Leaving Las Vegas

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Críticas de Leaving Las Vegas (1)


Mad Warrior

  • 13 Oct 2022

7



Vemos cómo Ben sonríe, aceptando su realidad; tiempo después un ángel de cabellos rubios y provocativo conjunto de cuero negro se acurruca sobre su pecho...
En ese preciso momento en que ambos se resignan a la miseria de sus vidas, podemos ver cómo sus rostros se arrugan y desfiguran poco a poco; los monstruos interiores se descubren en la oscuridad.

La realidad es otra, más triste, más tenebrosa. La realidad se dio en un apartamento de Beverly Hills, en Abril de 1.994; en aquel instante, no había más botellas para John OBrien, no había un vinilo de desgarrador ¨jazz¨ de fondo, ni tampoco una prostituta de gran corazón a su lado...ni tan siquiera una clásica nota de suicidio. OBrien murió sólo, y lo único que quedó fue una pistola con el cargador vacío; la bala de su interior estaba ahora en su cráneo, que terminó con su sufrimiento a los 33 años. Según su hermana Erin no había botellas porque el alcohol ya no era una salida...
La única salida era la muerte y ¨Leaving Las Vegas¨ su testamento. Casi 200 páginas de un debut literario demoledor, aterrador, que pese a su enorme cantidad de bebida mencionada (y a veces descrita con una minuciosidad agobiante) te deja seca la garganta y los pulmones. Cuatro años después de este testimonio (semi)autobiográfico, justo cuando se sabe sobre una versión cinematográfica (si bien ello era intrascendente, según la propia familia), sucede la tragedia; amante de los personajes atrapados y maníaco-depresivos y de las historias ¨sin historia¨, la de OBrien encajaba a la perfección con el estilo de Michael Figgis.

Éste, que viene de ser nominado a la Palma de Oro en Cannes por su nada desdeñable moderna adaptación de la obra de Rattigan ¨The Browning Version¨, contempla el periplo de muerte de Ben Sanderson, álter-ego más o menos distorsionado del escritor, desde un rincón oscuro, húmedo y a ritmo de sensual ¨jazz¨, porque para algo es músico antes que cineasta. Erin y algunos familiares acuden de vez en cuando a un rodaje que no cuesta más de 4 millones, y se sienten profundamente conectados a la interpretación de Nicolas Cage, que recrea a su manera única el carácter de Ben/John.
Durante el primer cuarto del film, él es el protagonista por derecho propio, no lo oculta y a través del papel libera de nuevo ese talento innato que tiene para la extravagancia (algo que ha seguido evidenciando a lo largo de su carrera...y cada vez con más ahínco pero menos talento). Confieso: dada la inexistencia de alcohólicos en mi familia y mi total alejamiento de dicho vicio, jamás empatizo con este tipo de personajes, no así, en mi desconocimiento, prefiero el descontrol más creíble y espeluznante de Jack Lemmon y Ray Milland en ¨Días de Vino y Rosas¨ y ¨Días sin Huella¨, referenciales a la hora de tratar la adicción a la bebida en el cine norteamericano.

La dureza, patetismo y decadencia con que éste último lo exponía en la obra maestra de Wilder produce retortijones en los intestinos, Cage por el contrario se desata excéntrico, ruidoso y caótico, muy propio de los personajes-tipo que encarna. Le seguimos en su ruta de caída libre pasando por algunos escenarios lujosos de Los Angeles antes de emprender un viaje de no retorno a Las Vegas (el mismo que también hicieron sus Sailor y Michael de ¨Corazón Salvaje¨ y ¨Red Rock West¨); antes de llegar a la ciudad asoma la presencia de Sera, y a partir de entonces el guión del propio Figgis le pasa a ella el testigo del protagónico.
Maniobra torpe. Pero no tanto si se hubiera llevado a cabo como en la novela, ya que es Sera y no Ben su estrella, mientras él tardaba mucho en aparecer (unas 60 páginas), y no de un manera grandiosa (o, mejor dicho, no a la manera de Cage). La importancia de esta prostituta al servicio del dinero y los hombres, segura de sí misma por fuera pero con el alma rota por todas sus esquinas, se refuerza durante unas molestas confesiones a un receptor anónimo; filmadas en primer plano y sin alardes, son en realidad las pruebas de vestuario/maquillaje de una Elisabeth Shue que por fin parece haber alcanzado la madurez interpretativa.

Y es que muy lejos está de aquí aquella muchacha que sólo aparecía en comedias durante los 80. Pues estas charlas ¨de psicólogo¨ sólo consiguen una cosa que a priori no parece la correcta: acercanos a ella y alejarnos de Ben, quien se supone conducía la trama (a la deriva, pero lo hacía); Figgis, arriesgándose a pasear sus cámaras de 16mm. por las calles de Las Vegas sin ningún permiso por falta de presupuesto, capta las luces, los colores, los olores y los sabores del escenario al vuelo, y la fotografía de Declan Quinn está muy ligada a esa sensualidad sucia y sensibilidad trágica con las que el anterior empapa la banda sonora.
Hay algo de misterio ¨wendersiano¨ flotando en el ambiente, de sordidez ¨scorsesiana¨ impregnada en cada plano; de hecho el británico, que va más allá de todo eso, parece destaparse con un nada velado homenaje al de New York planteando un encuentro tan poco ¨milagroso¨ entre Sera y Ben como lo fue el de Iris y Travis en ¨Taxi Driver¨. En este imperio del vicio se unen los dos inframundos: el del alcoholismo y la prostitución, entre neones y casas de juego, hoteles de lujo y moteles de mala muerte; en sus horribles delirios, OBrien sentía la presencia de una mujer que le acompañaba e intentaba despertar de la pesadilla.

Esa mujer es Sera en el libro, y por tanto descrita como ¨ángel¨ por el álter-ego Ben. Erin habla de cómo su hermano alimentaba su anhelo y fantasía por medio de la escritura; Sera es la mujer que él habría deseado tener a su lado en los últimos momentos. Sin embargo, no en un término convencional, pues no ofrece redención, ni salvación.
En ¨Leaving Las Vegas¨ hay muy poco de esto y por tanto se siente con más fuerza su atmósfera de opresión. La pulsión de muerte es unidireccional en Ben, una autodestrucción justificada en el mero deseo: ¨No sé por qué o cuándo decidí morir, sólo sé que es lo que quiero¨.

Sera, la cara fea y nada glamurosa de Vivian Ward, asiste a su degeneración física y mental, pero ni repara heridas ni aparta los pensamientos de muerte; esta no es una historia de amor bonita ni poética, es deprimente y angustiosa, porque en ningún modo existen atenuantes o alternativas para la pareja protagonista, porque ambos aceptan la decadencia del otro como la suya misma, la regurgitan y se la tragan sin remedio. Ben se niega a sobrevivir; no puede siquiera intentarlo ya que Sera no le brinda un atisbo de esperanza, ni uno solo, como ella no abandona su vida de sexo indigesto y humillación voluntaria ya que no ve un intento de sobrevivir en él...
Es un determinismo tanto más terrible cuanto que es aceptado. Y esta aceptación, la de la paulatina progresión hacia el abismo, consigue distanciar al espectador (al menos en mi caso), que amargado por lo que ve y oye sólo puede encoger las tripas de impotencia y sumarse al grupo de observadores de la tragedia humana, entre convulsiones, espasmos y delirios por un lado o secuencias de maltrato y violencia sexual, todo ello filmado por Figgis con dureza y sin recurrir a innecesarias estilizaciones formales (decantándose por algo más a lo Abel Ferrara y menos a lo Adrian Lyne).

Sí hay un viaje, por raro que parezca, y al contrario de lo que esperamos, de ida y vuelta; esta escapada a un lugar soñado recuerda ligeramente a la de Saylor y Lula, donde la realidad ineludible se da de bruces con los deseos, sin la menor posibilidad de que éstos se puedan cumplir. Al final, Ben puede lamer alcohol de la piel de su amada ideal (escena tórrida y comprometida donde las haya, al menos en la carrera de los actores), pero no está viviendo una fantasía; el alcohol está en su realidad, de pulsión de muerte y autodestrucción, y ya es muy tarde para dejarla. No hay reparación, no hay nada.
Una escapada depresiva y aplastante; ya sólo queda volver al agujero en el que ambos estaban, ya sólo queda la definitiva descomposición moral y espiritual, y en opinión de quien escribe, los personajes sin esperanza resultan más atractivos e interesantes cuando su fatalidad está determinada por el entorno que habitan, por obstáculos que les son ajenos (y si no fíjense en los Shockley y Mally de ¨Ruta Suicida¨). La obcecación con la que Ben y Sera siguen avanzando por el mismo camino hasta un precipicio sin fondo es un insoportable desafío al que asistir; en este caso la humanidad de Figgis no puede apelar a mi compasión, que es lo que parece pretender su obra (y del mismo modo la novela).

Sería posible si la distancia protagonista-espectador no fuese tan enorme, pero por desgracia lo es; al final uno termina simpatizando más con esos personajes secundarios que tienen la mala suerte de cruzarse en la vida de Ben (no de Sera, pues en su vida ella es siempre la víctima, claro).
El director tampoco profundiza todo lo que debiera en ambos, pero sólo porque, tal vez, para corresponder al texto, habría necesitado el doble de presupuesto y dos horas más de película, que por cierto no sólo entusiasma a la familia de OBrien, sino a la crítica, al público y a los amos de Hollywood.

¨Leaving Las Vegas¨ termina colmada de premios, pero qué mala suerte, que en la 68.ª gala de los Oscar no se llevó el de Mejor Actriz para Shue, Mejor Banda Sonora para Figgis, ni Mejor Fotografía para Quinn (esos honores serían para Susan Sarandon, Luis Bacalov y John Toll, respectivamente).
Es difícil saber si OBrien descansa en paz tras esta adaptación más o menos fiel de su casi póstumo debut, y si es Sera, con el físico y rostro de Shue, el ¨ángel¨ que se aparecía en sus delirios. El mío lo sería, desde luego...



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