Ficha Enemigos Públicos

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Críticas de Enemigos Públicos (1)


Mad Warrior

  • 10 Oct 2022

7



2.433 de Lincoln Avenue, día 22, un caluroso domingo cualquiera de Julio para la gente de a pie que va a disfrutar la última película de Clark Gable y Myrna Loy.
Es también la noche de un final. Alrededor de las 10 h. y 40 min. frente al Biograph, perece a tiros una leyenda...

Cogen por la espalda a John Herbert Dillinger a la salida del cine, en una acera plagada de gente. Los agentes Winstead, Hurt y Hollis le metieron seis balas, una traspasándole el cuello y haciéndole picadillo la médula espinal; Anna Cumpanas y Polly Hamilton están ahí mientras balas perdidas alcanzan a las pobres Theresa Pauls y Etta Natalsky, y de la boca de aquél jamás salió un ¨Adiós, mirlo blanco¨. Un gran día para la ley y la justicia en la bendita Norteamérica, un triste día para sus habitantes, quienes han perdido a un héroe, el último gran forajido moderno.
El reportero Bryan Burrough abandona un proyecto de serie televisiva y recoge en 2.004 las hazañas de aquel imparable individuo en un detallado documento, imprescindible para todo amante de la Historia de EE.UU. desde su visión criminal. Y aquí llega Michael Mann, dispuesto a recrear los clubs por los que pasó Dillinger, los bancos que atracó, las personas que se sometieron a su gatillo y mala leche; una planificación milimétrica típica de él que en efecto nos daría la oportunidad de ver esos lugares a todo color en pantalla.

Pero en toda recreación también hay un halo de fantasía para hacerla más digerible, si no lo propio sería ver un documental. Estamos en 1.933, en un país consumido por la Gran Depresión, la alta tasa de desempleo, el cese de comercios y la inflación, en un país con Franklin Roosevelt al frente llevando un plan de estabilización bajo el brazo que no sirvió para mucho, una olla a presión que iba a estallar con violencia, por medio del crimen, de rápida expansión pues las leyes contra él más allá de las fronteras estatales son pobres y se aplican conforme a viejas tácticas.
Mientras el arrogante y celoso John Hoover quiere cambiar eso, vemos a Dillinger ayudando a escapar de la prisión de Indiana a varios criminales que habrán de formar parte de su mítica pandilla de ladrones; él tuvo la idea, sí, pero no estuvo en ese increíble asalto y fuga, filmado por Mann con un nervio que deja sin respiración y su consagrada estilización visual, ahora renovada al utilizar cámaras de alta definición en lugar de las tradicionales, capturando al vuelo la acción y facturando cada secuencia como un imponente espectáculo individual. Pues desde el principio, y reforzado por esa inexactitud histórica, nos indica que su intención es la del puro y duro espectáculo.

En él se remueve, se luce Johnny Depp, se jacta de su chulería de niño peligroso de Hollywood disparando metralletas y estando sentado el mismo Studebaker que Dillinger usó casi 76 años antes; pero confieso que no le encajo en los zapatos del ladrón y forajido. Depp es muy guapo y apuesto, Dillinger era feo, sí (se le arrugaba el hocico de un modo muy particular cuando sonreía y el efecto era grotesco), pero carismático, por lo que Warren Oates fue la elección perfecta para encarnarle en aquella versión más áspera de su historia, dirigida por John Milius en los 70.
Por otro lado, teniendo en cuenta la obcecación de Mann por lo visualmente bello, al estilo DePalma o Ridley Scott, este 1.933 luce muy elegante y pulido en sus oropeles derivados del cine negro clásico para tratarse de una época de paro, crimen, suciedad y contrabando, y los criminales son gángsters de la gran ciudad, no los forajidos de carretera y bosque que supone eran; y así todos los demás sufren la misma desviación que el protagonista, especie de Tony Montana de la Gran Depresión: terminar como imágenes retocadas, superficiales y romantizadas de sus álter-egos históricos. Por ejemplo, la verdadera Mary Frechette no fue tan hermosa como las Sherilyn Fenn y Marion Cotillard (en este caso) que le han dado vida.

Mann y los guionistas Ann Biderman y Ronan Bennett, al no pretender dibujar un preciso retrato social en el cual sumergir a los personajes, construyen un mundo novelesco para ellos, de libertad y peligros, lujos y fatalidades, por eso no es necesario una introspección psicológica demasiado profunda (nótese que, al poco de conocerse, Dillinger y Frechette se presentan al público con un par de frases descriptivas y basta); en realidad lo mismo sucedía en el cine clásico de criminales (el de clase ¨B¨, sobre todo, el de Kane, Siegel, Fleischer, Karlson, de donde se recogen influencias): la urgencia narrativa se anteponía a toda revelación íntima o emocional.
De aquel cine se recupera a los duros, expeditivos y a veces crueles agentes de la ley, encargados de pararles los pies a los ¨malos¨, de acabar con el sueño americano y los erróneamente nombrados héroes por el pueblo (si bien nunca se propinó una paliza a Frechette); si bien Ralph Fiennes hubiese sido más adecuado, Christian Bale, severo, lacónico, conciso en sus diálogos, da el pego como Melvin H. Purvis a lo Ness de Kevin Costner (pero despojado de la humanidad y las debilidades que él le dio) en su cruzada sin cuartel de Dillinger y su panda a las órdenes de un Billy Crudup de joven y detestable Hoover, quien se asemeja con sus perseguidos por su ambición y afán de protagonismo.

Lester ¨ ¨Baby face¨ Nelson¨ Gillis es como era: un bufón desquiciado, aunque recuerdo a Mickey Rooney en todo momento. Por mucha inexactitud que haya, Mann rueda en lugares clave donde ocurrieron los sucesos reales (Little Bohemia Lodge, la avenida Lincoln...), y ello aporta un encanto mágico llegado de la palpable realidad histórica.
Del encanto se aprovecha y nos arrastra a su universo brutal y elegante, nos engancha con una facilidad pasmosa al entretenimiento, a veces inverosímil, pero tanto más disfrutable por ser consciente de ello. Su indiscutible factura técnica y estética redondea su viaje a las tripas del crimen, con más olor a perfume que a plomo y sangre.



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