La Estancia Oscura

Por Javier Bocadulce

Leonard Cline es uno de esos autores que se adivinan gigantes, eliminados por el pérfido destino de una muerte prematura: filigranas bordadas con tinta, un festín para lectores ávidos de emociones desaforadas contadas de una manera que parece imposible de tan genial y creativa; uno siente la tentación de naufragar de buena gana en esa forma tan engalanada de expresarse, pero hacer una higa al contenido podría interpretarse como un atentado contra la maestría del propio Cline....

Bien; esto es lo que esperaba mostrar como cabecera de la reseña dedicada a esta novela, pergeñada por un autor al que, indudablemente, no le faltaban méritos estilísticos y literarios. Su publicación por una editorial tan seria y notoria como Valdemar, siempre rigurosa en la elección de sus títulos; la pequeña sinopsis del libro que adjuntaba una elogiosa nota por parte de Lovecraft, y la lectura de sus primeras páginas, auguraban para mí el descubrimiento de una auténtica perla literaria. Pero, sin restar méritos al soberbio manejo del vocabulario, esta novela decae en cuanto a las expectativas de lo que se supone pretende narrar, desde el momento en que emprende un largo tránsito por una historia que abarca otro contexto. Se convierte en una sucesión de referencias románticas que ni siquiera aparecen bien relatadas. Un vano agujero en una historia pretendidamente siniestra.

En el mismo título se adivina una intención: el deseo de intimidar. El espacio que recoge el concepto de estancia es breve; si bien, el matiz "oscura" elimina sus dimensiones, crea una antítesis que sirve muy bien al cometido de crear confusión y misterio. Pero ahí terminan todas nuestras esperanzas.

El texto está regado de tópicos: el servicial mayordomo de aspecto cadavérico que hace creer al visitante, morbosa y cómicamente, que se encuentra ante un vampiro; el pequeño edificio - estudio del obsesionado por el pasado, R. Pride- en medio de un bosque amenazante en el sentido de cómo lo describe, igualmente "animalizado" en el momento que lo compara con el gesto ceñudo del perro del dueño; la mujer y la hija de Pride- personaje hurtado tanto al lector como al primer protagonista, en un primer momento- , son personajes femeninos dotados de las características de elegancia y misterio oculto; las múltiples referencias a los tonos góticos de las descripciones, así como el empleo continuado de giros, expresiones y adjetivaciones muy propias de la novela gótica. El perro gigantesco Tod- muerte en inglés-, es agresivo, misterioso...la sombra de su amo, Richard Pride. A éste se le presenta como a un hombre de porte majestuoso, de hombros descomunales, de aspecto huidizo y portentoso, como un trasunto de una de esas bestias primigenias por las que tanta devoción destilaba Lovecraft en sus narraciones.

Yendo más al detalle, esto es lo poco que puede decirse:

Wilfred, el mayordomo-secretario de Richard, corteja infructuosamente a Miriam, la mujer de Richard.

Oscar Fitzalan, el músico, está enamorado de Janet, pero también siente una perniciosa atracción hacia Miriam: se siente incómodo tras escuchar una conversación entre Miriam y Hough en la que se deja caer que a Hough podría interesarle asesinar a Pride.

Miriam y Janet, madre e hija respectivamente, son muy similares. Se sienten solas. No conocen bien a Richard Pride, marido y padre. El abandono en el que se encuentran las vuelve melancólicas, misteriosas y presuntamente asequibles para las artes amatorias...si bien Miriam, fervorosa estudiosa del horóscopo - un medio más de averiguación del neblinoso pasado -, controla mejor la situación; mientras que Janet, la hija, es paranoica, voluble, esquiva y casquivana con los hombres. Es una especie de muñeco, consentidora de que se cumplan las predicciones de su madre; representa un futuro teledirigido. Parece que, al compás del relato, el autor vaya introduciendo al músico Oscar - reclamado por Pride, al que no conoce, para ayudarle en una misión inextricable - como un elemento más en la búsqueda de la memoria. Es él el que lo relata en primera persona y el que realiza un ejercicio de diferenciación entre las mujeres, que son tan parecidas. Oscar representa el presente y la razón. Y Pride es como el Guadiana. Aparece, desaparece, vuelve a aparecer. Un individuo que un día sintió una nostalgia feroz, un sentimiento de la inaprensión de todo, de la pérdida de toda vida, porque asumió que todo el pasado es inasible; hasta que empezó a indagar de forma resuelta en sus propios recuerdos. Es una figura inconsistente. Uno espera que a mitad de la narración irrumpa su presencia con fuerza; pero, el que se supone debería haber sido el eje central de la novela, no es sino una ausencia. No está, su personaje no sirve de nada.

Y no acabo de comprender la devoción del solitario de Providence por esta obra decepcionante, como no sea que todos sus personajes no dejan de ser "solitarios", como él mismo, en busca de la felicidad. En resumen, una decepción mayúscula por ser una novela que aparté, desairado conmigo mismo, a la espera de degustarla con mayor deleite.


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