El Asesino Hipocondríaco

Por Javier Bocadulce

Tenemos constancia de que Y. o M.Y.-como también es mencionado en alguna ocasión- es un asesino, porque él mismo nos lo confiesa en las primeras líneas de la novela, constituida en una especie de diario personal; eso sí, un tanto especial, por las múltiples interrupciones intercaladas en el relato del devenir de su pecaminosa tarea. Y no nos cuesta ningún trabajo empatizar o apiadarnos del personaje protagonista, merced a la semblanza patética que él mismo refiere acerca de sus múltiples dolencias, reales u obsesivas, que le conducen, según precisa, a contar los escasos - tal vez, sólo uno - días que aún le restan de vida.

Se nota en Rengel que, aun siendo ésta su primera novela, no adolece de tablas para hacer muchos armarios, y de buena calidad. Le avalan los muchos y premiados relatos que jalonan una previa y brillante trayectoria. A las pocas páginas, "El asesino hipocondriaco" te ha enredado sin remisión. Se produce una hábil mezcolanza de la compulsión y la hipocondría del "asesino" protagonista - una minuciosa y enfermiza retahíla de padecimientos en consonancia con sus perversiones - con las manías y obsesiones que adornan la personalidad de la víctima a la que persigue, y de cuyos peculiares hábitos, meticulosos y absurdos, Y. no es más que una sombra, pues ha de darle muerte antes de morir él mismo. Porque Y., antes que asesino, es un tipo de moral kantiana: no se irá de este mundo sin mantenerse fiel a su último compromiso, el de obedecer al encargo de un homicidio del modo más profesional posible.

El protagonista obedece, en resumen, a ese prototipo amable por contraste, que todos podemos asimilar, de personaje melindroso, quejoso de una excelente mala salud; algo que le lleva a equipararse- en la ristra de anécdotas que Rengel va intercalando-, en una especie de "canonización admirativa", con los pensadores, literatos y filósofos más carismáticos de la historia; y que, curiosamente, perseguidos por la misma mala fortuna de Y., padecieron en sus vidas un comportamiento igualmente maniático, enfermizo, compulsivo e hipocondriaco. Una manera diferente y festiva que, con mucho gracejo y humor, pretende homenajear a esos grandes hombres cuyo talento ocupó un puesto tan elevado como sus sufrimientos psicosomáticos: Descartes, Diderot, Molière, Sartre, Maupassant, Tolstoi, Los hermanos Goncourt, Poe...

De esta forma, el asesino se consolida como un individuo inoperante, atenazado en la ejecución de su objetivo por situaciones irreales y absurdas, que sólo tienen vida aparente en su mente. Y no teme a la muerte, como no la temía Marcel Proust. Temía dejar su obra inconclusa; porque, al fin y al cabo, lo que nos trata de transmitir "El asesino hipocondriaco" es la sensación de pánico de todo hombre a no entender su presencia en el mundo; a que su estancia vital se reduzca a un mero paso, a ser una simple piedra en el camino. No se trata ni de saber por qué estamos aquí, sino de establecer el "para qué", no marcharse de este mundo sin haber justificado nuestra presencia en él.

Estamos ante una novela excepcional, hilarante, surrealista, un verdadero apéndice de greguería, talentosa, diferente e inclasificable. Un primer paso de Rengel en la larga distancia, dado con firmeza desequilibrante, afirmado sobre un ritmo que llama continuamente a seguirlo, y caracterizado por una brevedad y economía de gestos que recuerdan al cáustico y aparentemente simple, de ese maestro de lo absurdo, conciso e irreal, que es Tomeo. Una novela de gran intuición filosófica. Una novela necesaria. Y Rengel, un autor, desde ya mismo, que habrá que considerar como algo más que una promesa.


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