Tendría yo unos siete u ocho años, y mis contactos con la lectura se limitaban a desternillarme con los educativos Mortadelo y Filemón cuando, de improviso, en mis manos cayó un libro titulado "Las aventuras del barón de Munchausen", que mi madre - asidua lectora -, había leído a ratos, y no dudó en desaconsejarme, temerosa de que perturbara mi ya de por sí desaforada imaginación, pues " no cuenta más que mentiras ".

Como el genial Vázquez, creador de Anacleto, agente secreto, E. M. Raspe fue un hombre amante de lo desmesurado y perseguido por multitud de acreedores, hasta el punto que el mejor retrato que hoy nos queda de su aspecto físico, aparece descrito en una orden de busca y captura contra su persona.

Siendo como fue Raspe un hombre atenazado por el infortunio y rodeado de enemigos, encontró una soberbia vía de escape creando el personaje del Barón, un infatigable viajero cuyas aventuras, ridículas de puro imposibles, fueron una simple excusa para utilizarlas maliciosamente contra quienes le dañaron, convertidas en dardos especialmente venenosos contra los franceses.

El barón de Munchausen se manifiesta como una obra ligera, de unas cien páginas, que se devora como un tebeo, con sus continuas gracietas jocosas y desmesuradas; con la pertinente observación sobre su verdadera extensión, que continúa siendo un misterio, pues existió una versión alemana, de Bürger, que contribuyó, no en poca medida, a emponzoñar el texto.

Seguidores de genios de la hipérbole como fueron Rabelais, con sus Gargantúa y Pantagruel; o Quevedo, con el Buscón o sus Sueños y Discursos, disfrutarán de los extravagantes despropósitos en forma de aventuras imposibles de Munchausen...mentiras con empecinamiento y absurda jactancia que elevan el texto a un edulcorado entretenimiento, aunque cuente la obra con un juramento de verosimilitud firmado, nada más y nada menos, que por los insignes Gulliver, Simbad y Aladino.