Ficha An Innocent Witch


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Críticas de An Innocent Witch (1)




Mad Warrior

  • 31 Dec 2021

8



La oscuridad lo envuelve todo, sólo la débil luz de una lamparita ilumina desde el suelo la estancia. Ella se mira en el espejo, y es un reflejo que le horroriza.
¿Desde cuándo dejó de ser ella misma y en qué se ha convertido? Nunca más será una mujer. Busca algo de calor en su piel...se sigue observando, con sus penetrantes ojos...

Ojos que son la proyección de un aura maligna y devoradora, las propias tinieblas que la envuelven; esos ojos, hipnóticos, que cautivan a los hombres y les llevan a la perdición, y los cuales la cámara enfocará constantemente, son los de una Jitsuko Yoshimura que a cada año que pasaba más enriquecía su filmografía y más aumentaba su prestigio como joven actriz. Después de poner su talento y belleza salvaje a las ordenes de Kaneto Shindo en la mítica ¨Onibaba¨, la emplea un Heinosuke Gosho que a sus 63 años continuaba infatigable.
Financiará otra vez, desde su productora, la adaptación de la novela de Hajime Ogawa ¨Osoresan no Onna¨, y significará la decisión del director de llevar su cine a terrenos más oscuros y audaces, en sintonía con el que se está haciendo en Japón a mediados de aquellos renovadores años 60. Unos profundos cánticos y voces de sufrimiento parecen surgir de las entrañas de una tierra atrapada en el tiempo y ocupada por las almas de los muertos; pronto descubrimos que se trata del legendario monte Osore, situado en la península de Shimokita, uno de los principales destinos religiosos de Japón desde tiempos remotos.

La inmediatez documental con la que está filmado este inicio donde se nos habla de la tradición budista de dicho lugr constrasta con la tenebrosa atmósfera dominada por la fascinación del esoterismo que desea imprimir Gosho a sus imágenes, de gran fuerza visual, y el resultado es ciertamente inquietante; esta poderosa presencia de los templos y los ritos religiosos indican su importancia durante toda la trama, en la que entramos a través de los rezos de una anciana por el alma de su protagonista, cuya madre le llora con gran sentimiento de culpa.
Pareciera que esa chamán intenta convocar a la joven para que nos relate su historia; así nos arrastra a través del tiempo hasta finales de 1.938, en pleno recrudecimiento de la 2.ª Guerra Sino-Japonesa. Vemos entonces a Ayako, en un paisaje bucólico: está en la orilla de la playa con los pies metidos en el agua, y sonríe y grita enérgica respondiendo a la llamada de su madre, y el efecto es tanto más amargo cuanto que para nosotros, por deseo de Gosho, se trata de un espectro cuyo destino está marcado. Pero su error y el del guionista Hideo Horie, pese a definir con gran precisión a los personajes, es no tomarse el tiempo suficiente para desarrollarlos como es debido antes de suceder la catástrofe.

Y es que ésta llega demasiado precipitadamente, cuyo foco es, por enésima vez en el cine japonés, la prostitución. En este caso el film propone una variante de ¨La Mujer Crucificada¨ de Mizoguchi, donde es la madre (personaje detestable al que da vida Kin Sugai) la principal esclavista, que vende a su hija a un burdel de Tokyo debido a la enfermedad física del padre; pero Ayako, inocente e ignorante de los peligros que le aguardan en ese mísero negocio, está más cerca de la heroína de ¨Oharu¨, pues no sólo será conducida por todos sus males y se verá acorralada constantemente, sino que su naturaleza sensual y su obligación familiar le impiden resistirse a ello.
Con la firme intención de sacudirnos en lo más hondo de la conciencia y las tripas, Gosho hace de su frágil y virginal protagonista la estrella de un terrible rito de iniciación con el empresario Yamanaka (cuyo rostro es el de un lascivo y repulsivo Taiji Tonoyama), que es al mismo tiempo la cadena que la atará a ese mundo y el resorte de una fatalidad traducida en un cuadro amoroso inesperado (seguramente uno de los más truculentos vistos en el ¨pan-pan mono¨) entre Ayako, el nombrado empresario y sus dos hijos, cada uno simbolizando los distintos tipos de amor que ella vivirá (Yamanaka como el amor falso y depravado; Kanjiro como el amor ideal y apasionado; Kanichi como el amor piadoso y redentor).

Gosho y Horie, que desarrollan una serie de situaciones escabrosas a una extraña velocidad de vértigo, plantean la introspección emocional y psicológica de la muchacha con respecto a ese microcosmos opresor (como mejor ejemplo, esa estancia desde la que se exhiben las prostitutas entre las barras de madera, cual celda de prisión, para captar clientes) y de explotación recíproca.
El primero se sirve de la soberbia fotografía de Shozaburo Shinomura, con negros que devoran el espacio, y sumerge a sus personajes en los abismos de una atmósfera de desaliento y claustrofobia, que se antoja grasienta, sudorosa y nauseabunda.

Atmósfera que envuelve en las tinieblas a Ayako, víctima de su involuntaria corrupción, perseguida por la fatalidad y rechazada tanto por sus compañeras (que la consideran un peligro para el negocio) y por los clientes comúnes (que la temen y tildan de mujer fatal) como por los militares (que pese a contribuir a la explotación femenina visitando el burdel culpan a Ayako y a todas las prostitutas de ser causantes de la corrupción de los hombres). Sin embargo la sociedad no comprende que no es la posesión de la chica, alimentada por la calumnia, la causa de la muerte del trío masculino, sino la corrupción a la que ellos se han entregado (la fatalidad no persigue a Ayako, más bien a la familia Yamanaka).
La degeneración que ella irá experimentando en el transcurso de los trágicos hechos, y aquí se revela de mejor manera la audacia de Gosho y su visión tan pesimista, parece ir ligada a la degeneración del país que desangra a sus compatriotas en una cruenta batalla por el absurdo dominio de otra tierra. En realidad todas las figuras relacionadas con lo militar, la autoridad y la tradición serán objeto de severa crítica y humillación; así, el espíritu de la superstición, la religión y la creencia aparece como una práctica inútil, más aterradora que salvadora.

El director hace que nos preguntemos si el alma de una prostituta, ya totalmente perdida y rota, pudiera salvarse, y la respuesta es obvia al observar el drama de la protagonista; sin embargo aquél propondrá dos salidas de los asfixiantes muros del lupanar y donde sin duda se recogen los momentos más poderosos y memorables de la película. No así dos viajes con significados y propósitos muy distintos; el primero tiene a Kanichi y Ayako de protagonistas en una escapada de amor, y Gosho, al igual que hizo Bergman en su influyente obra maestra ¨Un Verano con Monika¨, captura el instante presente en lo que tiene de más fugaz y profundiza en él para otorgarle un valor de eternidad.
Este ambiente bucólico y soñado, con el mar como proyector de esperanza y optimismo y un hotel como refugio de un romance furtivo para proteger el amor de los protagonistas, choca violentamente con las fangosas imágenes de un segundo viaje de muerte y castigo donde la crueldad de la superstición y la creencia impide cualquier salida hacia la verdadera salvación. Durante este último tramo, acerca del exorcismo y muerte de Ayako, Gosho nos catapulta a unas esferas al margen del mundo real modeladas sobre trazos de puro terror psicológico y que lindan con lo fantástico en sus abismos de espíritus furiosos y deidades infernales.

Este clima, angustiante y pesadillesco, situado entre el accidentado paisaje de una tierra remota y surgido del temor hacia los principios de la religión budista, debe mucho al imaginado en ¨Onibaba¨ y ¨La Mujer de la Arena¨, realizadas un año antes.
Nunca el director en sus 40 años de carrera nos atravesó con secuencias tan devastadoras, que acaban desafiando la persistencia retiniana y vapuleando al espectador en un desesperante clímax de mortificación lancinante y sadismo espiritual oficiado por ese monje que tan bien interpreta Eijiro Tono (y que sí parece estar realmente poseído al contrario de la sufrida Ayako).

Directores modernos como Imamura, Yoshida, Masumura o Teshigahara habrían envidiado filmar estas imágenes tan poderosamente oníricas y aterradoras, pero lo hace Gosho magnificando gracias a su oficio y al virtuosismo técnico del que se sirve, un relato tan sencillo como el de una pobre muchacha que simplemente por el poder de su belleza y juventud es incapaz de hallar una salida en una sociedad subyugada a despiadadas doctrinas y quebrada por su inmoralidad e infinita maldad humana.
Por desgracia ¨Osoresan no Onna¨ tampoco tuvo una cálida acogida entre el público, aunque la crítica la acabó considerando entre los films más importantes que se realizaron en la década; el tiempo, al igual que con otras, también ha elevado el valor de esta obra, si bien no la obra maestra de su director (porque esa es ¨La Posada de Osaka¨), sí la más oscura, áspera, expresiva, valiente y quizás compleja de toda la filmografía. Merece la pena descubrirla y enroscarse en sus entrañas aunque sólo sea por la arrolladora presencia de una Jitsuko Yoshimura que gracias a su papel de Ayako queda sin duda inmortalizada entre las más grandes actrices de su generación.



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