Ficha Cash Calls Hell


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Críticas de Cash Calls Hell (1)




Mad Warrior

  • 16 Jun 2020

8



Cuando uno persigue con tanto ahínco la perdición en su existencia lo normal es que siempre le siga a cada paso que dé y alcance a todos aquellos a quienes se cruce en su camino.
Los malditos tienen una estirpe y un destino: los callejones oscuros; allí deben matar o morir, en las sombras de la noche.

Ya en los años 60, al igual que el “western”, lo que se podía conocer como cine negro no existía en territorio americano, o por lo menos no con la misma pureza y solemnidad que albergó en décadas pasadas. En otros países, por ejemplo, se apreciaba no un resurgir del género, pero sí un deseo de seguir manteniéndolo fresco y original, aunque introduciéndose códigos y estilos propios; el cine japonés gozó de buenas muestras de “thriller” y “noir” a la moda europea y americana en el momento, y Seijun Suzuki, Masaki Kobayashi, Yasuzo Masumura, Kinji Fukasaku o Masahiro Shinoda se presentaron como grandes herederos del mismo.
“El Infierno del Odio” destaca entre todas ellas, pero Hideo Gosha iba a intentar decantar la balanza a su favor una vez más (su rivalidad con Akira Kurosawa apareció con “Yojimbo”). Ya había dirigido, y además con mucha dificultad (al ser un director salido del mundo televisivo los trabajadores de las compañías cinematográficas le tenían muy poco respeto), dos títulos imprescindibles del “chambara”, su cine por excelencia; tras esto se detuvo para realizar su primer “thriller” criminal, género en el que ya se curtió trabajando en Fuji TV. Retoma entonces una idea anterior (de la que surgió “Tres Samuráis fuera de la Ley”) y la pule junto a Yasuko Ono, quien luego escribirá “La Mujer del Lago”, de Yoshishige Yoshida.

Y esa habilidad innata de Gosha para la escenografía de la acción y el ritmo se demuestra desde ese absorbente inicio que podría ser de Don Siegel o del primerizo Stanley Kubrick y que remite al mejor cine criminal, donde se nos presenta a través de un blanco y negro pasado por el espectro del negativo y de forma excitante el robo de un maletín lleno de dinero en el garaje de una estación de trenes; cuatro hombres se lo quitan a unos traficantes pero han de esperar dos años pues es el cabecilla, Sengoku, va a ir a prisión, donde también iremos nosotros tras este genial prólogo.
Aquél comparte celda con Oida, un hombre que podía haberse convertido en jefe de su compañía y que sin embargo arrastra una gran culpa al haber atropellado por accidente a un hombre y su hija pequeña; el destino querrá que se unan como socios, y la tarea de Oida tras salir de allí es sencilla: asesinar a los tres colaboradores del robo perpetrado y repartirse el botín. El director se vuelve a adentrar en terrenos sombríos y pesimistas, dando su particular visión de lo que es el Japón moderno de la posguerra, una sociedad hundida y teñida de negro, y nos arrastra como al protagonista, que adopta nuestro punto de vista, a sus entrañas, desvelando así las aristas del mundo de los miserables y los perdedores, el de la quiebra de la moral.

La historia es en sí un sueño roto; con él se inicia (la posibilidad de prosperar gracias al dinero robado) y a todas partes llega al estar poblada de personajes de orígenes truncados y futuro desesperanzador: Motoki, ex-policía que fue un rebelde en su juventud y acabó fugándose con la esposa de un criminal encarcelado; Umegaya, quien trabaja en un club y únicamente vive por el bienestar de su novia Akemi; y Fuyujima, boxeador retirado al que partieron el brazo. Gosha compone así una sinfonía de los bajos fondos, con sus truhanes y asesinos, cabarets y lupanares, chicas fuertes de vida disoluta, y expresa esa agitación frenética como un último tránsito ante la muerte y hacia la muerte. El papel de Oida es el de un intermediario que intenta expiar su pecado aunque la tragedia siempre le persiga.
Y es que la trama se dispone casi de forma episódica, con él persiguiendo a cada uno de los hombres que ayudaron a Sengoku en el robo, tipos que representan a la estirpe de los malditos de la sociedad (bien señalado en el título, pues el “-hiki” que acompaña a “Go” se usa en japonés para contar animales, no personas), tipos con un pasado en el que el cineasta se inmiscuirá para ante todo permitir una solidarización con ellos, con los criminales, porque hasta los criminales son humanos. En esta violenta aventura de expiación, Sengoku es el maestro de ceremonias que tira de los hilos desde las sombras, un personaje que representa fielmente la corrupción moral de la sociedad japonesa.

Mientras, Oida ocupa el rol de un ángel caído (irá siempre ataviado de negro tétrico) en su búsqueda de redención. Entre ellos, dos tipos inquietantes y destructivos, los dueños del dinero robado, y Tomoe, hija de Motoki, que se convertirá en el reflejo de lo que Oida arrebató en su vida anterior. Ocupando el lugar de padre provisional, éste recorrerá el oscuro, sucio y asfixiante entorno junto a la pequeña, prefigurando a la pareja padre-hijo de “Kozure Okami”. El blanco y negro de tonos expresionistas gracias a la excelente labor de fotografía de Tadashi Sakai y la evidente atracción de Gosha por el género negro modela una atmósfera muy bien transcrita de melancólica frialdad (la lluvia y la nieve, que no dejan de cubrir el espacio) y calor bochornoso (los cuerpos de las bailarinas, sudorosas, en la pista del club).
Y la utilización de los escenarios, decorados y accesorios es de una fuerza tal que casi roza el onirismo (como en la secuencia del muelle en que Umegaya, moribundo, confiesa a Oida que va a emprender un largo viaje con su querida Akemi, muerta ante ellos). El director hace emerger lo poético desde lo más tremendamente doloroso, y al tratarse de una trama dominada por un exiguo plazo de tiempo que está a punto de tocar a su fin, la emoción del ritmo nunca decrece, y la carrera por la redención del alma y los pecados se dará de bruces con la codicia y el oportunismo, dos conceptos perfectamente encarnados en Oida y su negativa silueta de proyección, Sengoku.

Este ritmo fluye constantemente y los paréntesis dramáticos no lo ralentizan, sino que brindan una cada vez mayor profundidad psicológica a la historia y sus personajes, cuya violencia desgarradora se corresponde con los más bajos instintos del ser humano. Es la violencia de Gosha, áspera y brutal, la que confiere esos tonos tan desasosegantes al film, sobre el cual planean las sombras de los ejercicios “noir” de Kurosawa (“Los Canallas duermen en Paz”, “El Perro Rabioso”), Kobayashi (“Río Negro”) y Shinoda (“Flor Pálida”), las entregas para la “serie negra” de Masumura, las fábulas gangsteriles de Fukasaku y las influencias exteriores de Siegel, Kubrick, John Huston, Jean-Pierre Melville, Henri Decoin y Jules Dassin.
Y es que Ono y el cineasta, sin adentrarse en los lindes del cine yakuza, mantienen la intriga de manera muy acertada en los del “noir”, exudando el aroma de la más clásica “crook story” y “hard-boiled” novelesca de Elmore Leonard, Dashiell Hammett o Jim Thompson y los nipones Haruhiko Oyabu y Toshiyuki Kajiyama. Mikijiro Hira, Ichiro Nakatani, Kunie Tanaka, Hisashi Igawa, Toshie Kimura, un repulsivo Hideyo Amamoto y la aún muy pequeña Yukari Uehara brindan notables actuaciones; por su parte Gosha se encuentra por primera vez con Tatsuya Nakadai, inmenso como de costumbre, quien más tarde se convertirá en uno de sus actores habituales.

Rematada con una partitura de juguetones alardes “jazzísticos” cortesía de Masaru Sato y una tremenda secuencia final, “Gohiki no Shinshin” se perfila como un magnífico “thriller” de desapacibles raíces “noir”, negras (valga la redundancia) como el carbón y la noche que constantemente cubre el espacio.
Una pequeña joya nipona de los 60 que inevitablemente tuvo que influenciar a posteriores directores como Takeshi Kitano, (Kiyoshi) Kurosawa o Takashi Miike, y en especial a Takashi Ishii para su obra maestra “Gonin”. Tras ella, Gosha regresó a su habitual cine de samuráis, y habría que esperar seis años para verle al frente de otro “thriller”, de nuevo junto a Nakadai: “Los Lobos”.



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