Ficha Los Sexoadictos

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Críticas de Los Sexoadictos (1)




Mad Warrior

  • 15 Sep 2022

4



Un pene en una vagina, imagen histórica que empieza a construir la Historia. Nada malo. No debería estar prohibido. Pero la estimulación sexual no es una regla genética. Es pura diversión. Por medio del dolor, el incesto, la leche materna, las plantas, los cadáveres, ¡¿por qué no?!
El placer es el fin último. ¡NO VAYAN A CENSURARME AHORA!

A mí puede, pero no a John S. Waters; él prosigue su camino pese a que las barreras más moralistas y conservadoras le cierren el paso. Va a ser la última vez que lo haga, a sus 58 años, después de casi cuatro décadas de carrera; con ¨Cecil B. Demented¨ realiza una propuesta obligatoria para sus fans de toda la vida por su cálido y a la vez aberrante tributo que brinda al mundo del cine, desde la farragosidad independiente y gamberrismo transgresor que le caracterizó desde siempre. Si Hollywood era el muro a derribar ahora vuelve a serlo el conservadurismo de la sociedad estadounidense.
Es algo con lo que llevaba luchando junto a su grupo de descerebrados amigos desde sus tiempos ¨amateur¨ en Baltimore, sin embargo lo transgresor parece observarse desde una óptica muy distinta ahora que el tiempo ha pasado. Él mismo afirmó que con ¨A Dirty Shame¨ no intentaba tratar lo escandaloso al mismo nivel de ¨Pink Flamingos¨; tras descubrir cosas interesantes sobre el vergonzoso universo de los fetiches y de quienes los practican (desde lo más ¨aceptables¨ a los más horrendos), aumenta su deseo de hablar sobre la liberación sexual y la demolición de los tabúes desde la plena alegría.

Y lo hace en las calles de una Harford Road que es como la verdadera North Harford Road de Baltimore, un amplio conjunto de casitas al más puro estilo americano de los 50, cuyos jardines están bañados por la luz del Sol y reina el silencio y la pulcritud, igual que en la imaginaria Lumberton de ¨Terciopelo Azul¨. En este caso no es un instante de muerte, sino de apetito sexual el que rompe con esta calma tan retrógrada, cuando Vaughn reclama atención por parte de su esposa Sylvia; rechazado, se retira al cuarto de baño para una resignada autosatisfacción. ¨¡Un marido tiene necesidades!¨, exclama. Por supuesto, eso no puede negarlo nadie.
Chris Isaak y Tracey Ullman saben cómo dar credibilidad a estos personajes tan propios de la vida real, y a la vez caricaturizarlos; con ella como Sylvia el director crea el modelo de conservadurismo intolerante, actuando con desdén en ese pequeño microcosmos donde empiezan a acumularse las desviaciones por culpa de los tiempos que corren, y que se exponen sin vergüenza en lugar de quedarse en el interior del hogar, de ahí que la atmósfera de Harford Road esté preñada de un malestar e insatisfacción para las que no hay salida, porque nadie se expresa aquí según sus deseos...y los que lo hacen son los raros, los malvados.

Y contra la inmundicia de ¨Divine¨, el poder milagroso de Ray Perkins. Johnny Knoxville, una versión de Waters para las jóvenes generaciones, tiene aquí una aparición tan espectacular como idiota después de recibir la protagonista un golpe en la cabeza; acontece un delirio que le deja a uno atónito y le hace preguntarse si los actores pudieron contener la risa mientras filmaban. Pues este es un fallo garrafal; deberíamos haber pasado al menos un día entero en la vida de la aburrida y parca Sylvia antes de brotar su álter-ego salvaje y cachondo, que es demasiado pronto...
Porque entonces la demolición del escenario y su ambiente es instantánea antes de habernos acostumbrado un poco a ellos. Lo que sigue, entre simbología sexual y referencias a lo mismo apareciendo en pantalla, es la orgía de la liberación, desde la vagina, que convierte la represión en furor uterino, llevando a aquélla a perdonar incluso las depravadas fechorías de su hija Caprice (irreconocible Selma Blair, de rubia tipo Elizabeth Berkley y gigantescos senos postizos que Russ Meyer hubiera querido contemplar). Esa liberación se apoya en secuencias de humor negro 100% surrealista, como si Waters nos hubiera arrastrado a la madriguera del País de las Pornomaravillas.

Salen a la luz los fetiches más imbéciles (reales, por cierto) y dignificados para ser aceptados, Perkins como el mesías de una comunidad cuyo fin sea el placer, y no sólo el sexual, sino el íntimo, el que lleve al individuo a estar conectado con su ¨yo¨ real, el desinhibido, una locura para los ofendidos y escandalizados de la reaccionaria comunidad exterior, para quienes el sexo representa la decadencia de la sociedad. Sylvia figurada como Judas, que traicionó a Cristo tras recibir sus enseñanzas. La blasfemia se mezcla con lo sórdido y la sátira y el resultado es más grotescamente divertido que violentamente polémico.
Una ¨sexploitation¨ ¨B¨ desvergonzada. Waters hace más honor a Meyer y al estilo temprano de H.G. Lewis y Doris Wishman que al suyo propio; de hecho se delata en boca de Perkins buscando una vía ¨segura, consensuada y no dañina para otros¨ del sexo, cuando antaño no se habría rebajado a pronunciar tales cursilerías en sus obras. Y es que incluso en la alocada vorágine erótica (que no pornográfica, muy importante) en la que nos hunde, habita un espíritu santurrón e inocente (como el de Caprice); sana zafiedad para su artífice, que lo disfrutó a su aire y sin hacer daño a nadie, cual desviado fetichista de su creación.

Lo malo es que el 80% de ella se centra en esa vorágine, así que no hay descansos en ningún momento, se reitera lo reiterado hasta la saciedad, haciendo parecer que, en lugar de 90 minutos, durase cuatro horas interminables. A los censores les escandalizó (esa era la intención), tanto que el de Baltimore aceptó resignado la crucifixión del ¨NC-17¨, y todo para acabar en un fracaso de taquilla.
Quizás fue la causa de que este padrino del ¨trash¨ se apartara para siempre de la dirección, pero sólo en ese ámbito, ya que sigue ejerciendo de actor y guionista entre otras cosas; ¿podremos esperar algún día la llegada de una nueva versión de ¨Pink Flamingos¨?



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