Ficha Los Siete Minutos


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Críticas de Los Siete Minutos (1)




Mad Warrior

  • 3 Jun 2023

7



El mayor juicio de la Historia de Norteamérica celebrado para condenar la obscenidad por culpa de la lectura ¨más depravada jamás escrita¨ da pie a una de esas extrañas y fascinantes historias que merecen descubrirse, empezando por el artífice de la misma, el valiente y directo Irving Wallace...

Si en ¨The Man¨, adaptada mucho después, planteaba el ascenso al poder político de un hombre negro, vaticinando muchas cosas, en ¨The Seven Minutes¨ aborda, a lo largo de más de 600 páginas, una lucha encarnizada tras las puertas de los juzgados entre los defensores de la libertad de expresión y aquellos que, por medio de los más pérfidos trucos, la atacan sin piedad a partir de los supuestos terribles efectos de la novela ficticia que da nombre a la obra. Y el más inusual de los cineastas fue contratado para llevarla a la gran pantalla, un Russ Meyer que había tocado el techo de su creatividad y su éxito gracias a la indómita locura anti-Hollywood de ¨El Valle de los Placeres¨.
Pero esto se situa a otro nivel. Los de Fox están contentos con él y creen que vale para algo más que para la explotación sexual y la provocación vulgar, le dan el presupuesto más grande que tuvo, motivo de su aceptación, y le alientan usando los percances de la censura que él mismo sufrió desde que empezara a filmar y distribuir sus películas, tildadas siempre de ¨basura pornográfica¨ por los sectores conservadores. De hecho desde la primera escena somos testigos de la absurda atención que la sociedad norteamericana, tan pacata, presta a ciertas cosas olvidando otras mucho más importantes.

Dos agentes deben detener al empleado de una librería por ofrecer ¨material obsceno¨, pero uno de ellos (el gran Charles Napier) se queja: ¨Hay un criminal en este barrio y venimos a arrestar a un maldito vendedor...¨. Se puede decir más alto pero no más claro, en la línea del estilo de Wallace; a partir de aquí se arma una intriga donde dos hombres en representación de dos posturas muy importantes e influyentes se enfrentan. Por un lado el abogado Barrett, amigo del editor del libro confiscado y en defensa de esa libertad de expresión, vital para cualquier artista o divulgador, vital para despertar la conciencia social.
Por otro el fiscal Duncan, defensor de la moralidad en extremo opuesto, de las tradiciones bienpensantes de la comunidad, un personaje repulsivo al esbozarlo Wallace como un hipócrita que a espaldas de los grupos conservadores de los cuales es portavoz actúa en puro beneficio personal por ambiciones políticas y forma parte de otro grupo que opera en la sombra, liderado por Yerkes, hombre de negocios, un repulsivo personaje, de extrema fealdad gracias a la mala sombra de Jay Flippen (podría ser la caricatura de Meyer del abogado y empresario Charles Keating, que tantos dolores de cabeza le dio cuando impugnó ¨Vixen¨ por obscena...y que más tarde resultó culpable de estafas y fraudes fiscales).

De esta calaña se quiere quejar el director, de personalidades de poder empresarial y político que en público dicen luchar a favor de la higiene moral pero en privado organizan proyecciones de películas pornográficas, y acompañados de señoritas 40 años más jóvenes que ellos. El tipo de gentuza que usa la polémica de ¨The Seven Minutes¨ para tapar la terrible violación que ha cometido el hijo de un magnate de la publicidad, ni más ni menos que una condena oportunista a la propia libertad de expresión para justificar crímenes mucho peores.
Con estos ribetes de rabiosa denuncia el guión sigue la lógica del drama judicial, con el arquetipo del valiente abogado que lo sacrifica todo reuniendo pistas y testigos aquí y allá mientras fuerzas ocultas lo impiden a cada minuto. Esto sobre el papel resultaría un tedio considerable, pero Meyer lo pasa por el filtro de sus propias obsesiones y tan peculiar estilo; y lo que debería ser rigurosidad, convencionalismo narrativo y seriedad se vuelve un arriesgado e innovador ejercicio en base a un montaje experimental donde los sucesos fluyen a ritmo de vértigo entre abruptos cortes entre planos, ángulos extraños y colorida estética de clara influencia ¨british¨.

Ello es redondeado con un mordaz trato del drama que enfatiza los matices trágicos de los diálogos, las reacciones y las interacciones entre personajes para finalmente ridiculizar la seriedad del género, aproximándose más al melodrama televisivo típico de la época que al que se podía ver en el cine; más o menos como en ¨El Valle...¨, pero eliminando sus partes más disparatadas y psicodélicas, aun resultando la mezcla igual de extraña en esta ocasión.
Con respecto al erotismo, la censura se abalanzó sobre Meyer encarnada en Richard Zanuck y David Brown, quienes le exigieron (irónico, ¿verdad?) atenuarlo.

El poco sexo que hay es filmado incluso con decoro y no cruza la barrera de lo ¨travieso¨ (salvo las escenas de la brutal violación). Teniendo en cuenta el material a adaptar hubiesen sido más adecuados cineastas comprometidos y acostumbrados al cine de mensaje (un Martin Ritt, un Stuart Rosenberg, un Jack Smight, por ejemplo...), y no al californiano, sobre todo si se desea respetar un cierto convencionalismo cinematográfico. Así se irá desarrollando la historia: bajo los encuadres aberrantes, la velocidad de la edición y esos toques que sólo podrían ser de factoría Meyer (piernas, muslos, traseros y pechos pasando por la colorida pantalla de vez en cuando), el drama de investigación sigue su curso hasta su consabida 2.ª parte: la llegada del juicio.
Podría parecer al contrario, pero es realmente aquí, cuando nos hallamos ya en el ecuador del metraje y tantas traiciones, tragedias y actos indignos han sucedido, que la historia realmente alcanza sus momentos más interesantes, pues todo esto sólo ha sido la punta del iceberg. El director va a exponer algunas bajezas morales sobre la repulsiva condición humana, con pulso y con mucho ingenio tras una cámara que salta de una sentencia a otra sin darnos tiempo a asimilar toda su profundidad, y es que, como él admitiría, estamos ante la obra con más diálogos de su carrera, totalmente inusual para el fan más acostumbrado a ¨Vixen¨ o ¨Faster, Pussycat! Kill, Kill!¨.

A este tipo de espectador (en el cual me incluyo) es al que más le cuesta asimilar el desafío de ver a Meyer haciendo un drama de juicios, abogados y jurados; el mismo desafío si Peckinpah hiciese una película infantil con Hayley Mills, pero no desmerece este valiente esfuerzo, aun no siendo el experto en el género Lumet quien filma. Meyer es fiel al concepto de Wallace, presta atención a los detalles, maneja con habilidad la intriga y el suspense alrededor de la investigación y sobre todo apela al descubrimiento de la verdad y la defensa de la razón y la libertad.
Sin duda habla por la boca del esforzado Wayne Maunder al señalar con furia ciega la hipocresía de los grupos llamados ¨protectores de la moral¨ y de los políticos corruptos, se burla de los intelectuales conservadores, da igual si son homosexuales o mujeres, que demuestran ser unos patéticos ignorantes y grotescos, subraya la presión que ejerce ese detestable juez sobre el abogado, con quien nos sentimos totalmente identificados; y con la entrada de un testigo tras otro se condena duramente la ¨justicia¨ de la sociedad estadounidense, ya que todos o han sido sobornados o manipulados por la perorata de un fiscal cínico y ambicioso. Incluso la Iglesia cae presa de la crítica de Meyer.

Durante los asfixiantes minutos que dura este largo acto, y que el director conduce con sus particulares ¨marcas de la casa¨, no sólo se desea proteger la libertad de expresión, sino la del derecho de decisión propia del ciudadano medio, de todo ser humano que tenga la oportunidad de ofrecer su opinión subjetiva.
¿Cómo es realmente posible, si no es por medio de la manipulación de la conciencia, que un proceso por supuesta obscenidad en el medio artístico haya tenido más importancia que la violación y la muerte de la chica que generó todo este revuelo mediático y sensacionalista? Repugnante es decir poco.

Y aun siendo fiel a los dispositivos del drama (la aparición de más testigos hasta que el héroe de turno tiene la gran prueba concluyente en sus manos de la manera más inverosímil), pero sin llegar a las grandes dimensiones del juicio de la novela (aquí todo parece mantenerse dentro de los círculos conspiratorios y sin hacer hincapié en la opinión pública) y modificando ligeramente la resolución del caso (pues es nada menos que la diva Yvonne de Carlo quien participa aquí), el de California nos atrapa en una maraña de intrigas cuya tensión no deja de acumularse hasta un explosivo (y casi orgásmico) clímax que ni siquiera un servidor vio venir.
Su mayor hándicap es que dada la extensión de la novela y del catálogo de personajes ciertos sucesos ocurran demasiado rápido (el episodio de la llegada a New York es mucho más largo en las páginas) y muchos actores no tengan en pantalla el tiempo que merecían, como John Sarno, Lyle Bettger, un joven Tom Selleck o la mujer de Meyer en ese momento, Edy Williams (que desaparece sin previo aviso de la historia). La respuesta, tanto de crítica como de público, a pesar de la dedicación, riesgo y coraje de éste, fue lo suficientemente desastrosa como para decidir hacer las maletas y largarse de los dominios de Fox para siempre.

Deja, eso sí, uno de los alegatos más valientes del cine norteamericano acerca del derecho que todos los ciudadanos, no sólo de EE.UU., sino de todo el Mundo, deberíamos tener: el derecho a la expresión.
Libertad que siempre se nos niega.



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