Ficha Vida de Oharu, Mujer Galante


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Críticas de Vida de Oharu, Mujer Galante (1)




Mad Warrior

  • 16 Jun 2020

9



Una mujer camina en las tinieblas de la noche sin rumbo fijo a lo largo de un escenario de miseria. Mientras jolgorio y risas se escuchan de fondo, ella entra en un santuario y en una de las pequeñas estatuas de monjes allí dispuestas imagina el rostro de un hombre joven. El haber evocado una vida pasada que nunca tuvo la llena de alegría...

El acontecimiento más notable de la cinematografía japonesa se da a comienzos de los 50 y es el León de Oro y el Oscar que obtiene Akira Kurosawa por “Rasho-mon”; los estudios ven en ello una apertura a la exportación y relanzan la realización de films históricos con vistas a satisfacer el apetito de exotismo del público internacional. Aprovechando esta situación favorable, Kenji Mizoguchi puede al fin cumplir su deseo de llevar a la gran pantalla un proyecto de largo aliento; se trata de la novela “Koshoku Ichidai Onna”, del famoso autor y poeta Saikaku Ihara.
El director sería traicionado por Toho cuando aceptó filmar “El Destino de la Señora Yuki” a condición de que le produjeran una adaptación de la susodicha obra, lo cual no se materializó; en lugar de eso rueda proyectos de encargo hasta que la productora se interesa de nuevo en distribuir la película. El principio del texto original es modificado por Yoshikata Yoda, quien condensa su trama episódica, aunque el enfoque es el mismo: seguimos a una mujer desde el primer momento hasta que una pausa en su deambular nos traslada a una época pasada, situada en el siglo XVII en pleno dominio del shogunato Tokugawa; de este modo se nos relata su vida a través de un extenso “flashback”.

La protagonista es Oharu, hija del samurái Shinzaemon, que sirve en la corte imperial; cuando la conocemos no queda mucho para que acepte la propuesta de matrimonio de uno de los señores de la corte. Sin embargo Katsunosuke, un joven sirviente, irrumpe en su vida y la trastocará por completo sin saberlo al confesarle su amor; la imposibilidad de que los verdaderos sentimientos cobren importancia por encima de las clases y el privilegio político aparece de inmediato, y el retrato de este entorno social brutalmente estricto alcanza su cenit con un castigo severo para los jóvenes amantes: la ejecución de Katsunosuke y el destierro de Oharu y su familia.
A partir de este suceso trágico Mizoguchi se concentra en seguir a la mujer a lo largo de una experiencia vital amarga, conmovedora, dolorosa y esencialmente trágica, respetando Yoda el enfoque episódico demasiado al pie de la letra, y quizás ese sea un detalle desfavorable, pues provoca que el desarrollo y la estructura narrativa sean obvios y previsibles: la mala suerte (en forma física o metafísica) acompañará a Oharu a cada lugar al que vaya o en cada situación en que sea vea envuelta; aún así el director, despojando a la historia de todo artificio melodramático y sentimental, consigue hacer que el viaje merezca la pena.

De pequeño, Mizoguchi ve cómo su padre no tiene más remedio que vender a su hija Suzuko como geisha, pues la familia está en la ruina; este hecho le marca profundamente y se puede decir que, en la distancia, su obra es una carta de amor y admiración a aquella hermana mayor. Oharu sufre la misma situación al ser ofrecida al poderoso daimyo Matsudaira para que enjendre a su heredero; este episodio será tanto más incómodo y desagradable cuanto que los nobles del lugar la expulsen de sus dominios tras ser cumplida su “tarea”. Poco después acaba ofreciendo servicios en un lupanar por orden de su propio padre.
El destino transforma entonces a Oharu en mera mercancia sexual, asunto que resume los temas que el autor ha trabajado siempre (prostitución, opresión y rechazo social tanto de hombres como de mujeres, brutalidad y cobardía masculina, imagen negativa del padre y destino trágico y sin salida). Ella se nos muestra como una víctima a todos los niveles, incluso por su naturaleza sensual, que le impide resistirse a los hombres; por esta razón no se revela en ningún momento y se deja explotar, con o sin su consentimiento, en una sociedad en la que ha perdido su lugar infringiendo las leyes de su casta. Tan sólo se convierte en un objeto de placer para las diferentes imágenes del padre.

Esto es: el rico señor que la utiliza para tener un hijo, el mercader libidinoso o el dueño del burdel; en cuanto a su progenitor real, no es sino su proxeneta, quien actúa bajo la mirada melancólica pero impotente de su madre. Y mientras quienes detentan el poder la rechazan tras haber abusado de ella, quienes la aman sinceramente son asesinados (el joven amante, el marido) o detenidos por las fuerzas del orden (el ladrón); estos hombres no están representados con los agrios trazos a los que acostumbra Mizoguchi, pero están marcados por cierta feminización, pudiendo ser los dos últimos imágenes desplazadas de ese hijo arrebatado.
Además, Oharu los pierde de la misma forma que a éste último, porque la sociedad la desea como amante y no como madre, pues su cuerpo pertenece al ámbito de la demostración estética, en tanto prototipo de la perfección (Matsudaira la contrata por su parecido al retrato de la mujer ideal del periodo Edo según el imaginario del poder masculino); este estado de mujer deseable constituye su valor mercantil, incluso para ese odioso cliente que compra falsos sentimientos con dinero falso, incluso para sus padres, que impiden su suicidio para rentabilizarla.

En los distintos escenarios que la protagonista cruza, con sus cada vez más pesados y cansados pasos, se revela su condición directa (“tú no te diferencias del pescado, podemos hacer contigo lo que queremos”, espeta el dueño del lupanar) o indirectamente (en la función bunraku representada ante Matsudaira, Oharu se ve reflejada en la marioneta femenina, sujeta por un hombre), y también será advertida de futuros males a través de casuales encuentros (la vejez y degeneración en la esposa del señor que la contrata, la chica que canta y toca el hosozao, quien confiesa haber sido una famosa concubina).
El camino de Oharu a seguir, su progresivo descenso como ser humano, termina en las calles donde las prostitutas, rudas y sucias, se burlan de los hombres mientras se resignan a ser usadas por éstos para obtener su dinero; esta apariencia física, pero destruida, es la que un desconsiderado exhibe a sus compañeros peregrinos como antídoto al deseo sexual cuando ella ya se vende por su cuenta bajo el maquillaje y el artificio, único momento en el que acepta mentir a los otros, pues sus diversas desgracias proceden de la sinceridad de sus pulsiones y de las leyes humanas de su deseo. Lo único que palidece en conjunto es la estructura narrativa del guión.

Pues Yoda permite que los personajes con que se cruza la mujer sean olvidados, salvo los padres, que son fijos, o algunas pequeñas apariciones (como la del hijo, en un “reencuentro” desgarrador, cuya existencia parece no afectar incomprensible a Oharu). Mizoguchi, por su parte, filma con total honestidad las bajas pasiones, la fatalidad del destino de la mujer y la corrupción de la nobleza, sin pretender separar la fuerza de las entidades morales y psicológicas a través de las que viven sus personajes de la distancia que preserva con la cámara.
Kinuyo Tanaka se convierte en la heroína ordinaria por excelencia del cine de Mizoguchi gracias a una interpretación dura y conmovedora, brillante en todos los aspectos; difícil reparar en los demás cuando ella aparece en pantalla, no así logran destacar Ichiro Sugai, Benkei Shiganoya y Eitaro Shindo; Toshiro Mifune y Takashi Shimura aparecen brevemente. El director no tiene en cuenta el presupuesto y busca la perfección, dificultando mucho el rodaje, pero esto tendrá su recompensa: en Venecia el film triunfa y comparte el León de Plata con “El Hombre Tranquilo”. El director es por fin conocido y aplaudido internacionalmente, aunque muchos no comprenden aún la profundidad de su arte.

La obra, cúspide de la tetralogía literaria iniciada con “El Destino de la Señora Yuki” y de los dramas femeninos que lleva haciendo desde el principio de su carrera, se convierte en un clásico instantáneo y su influencia es enorme en la época, y lo seguirá siendo para una multitud de cineastas.
A Mizoguchi sólo le queda alcanzar la perfección absoluta, y eso lo conseguirá al año siguiente con “Cuentos de la Luna Pálida”.



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