Ficha Memorias de un Inquilino (Historia de un Vecindario)


  • No la has puntuado
  • No has insertado crítica
  • No has insertado curiosidades
  • No has insertado ningun error


Críticas de Memorias de un Inquilino (Historia de un Vecindario) (1)




Mad Warrior

  • 4 Jun 2020

7



El Sol se alza, el polvo se aparta y sólo se ven son ruinas, aún en pie sobre un páramo cuya tierra es del mismo color de la ceniza. ¿Dónde está la gente?, ¿los hogares?, ¿los puestos?
¿Cómo será observado este entorno lamentable a través de los ojos de un niño?

En la 2.ª Guerra Mundial hay dos caras, la de los perdedores y la de los vencidos, y EE.UU. ha ganado por doble goleada: Hiroshima y Nagasaki, cuyos habitantes se retuercen en las llamas de un fuego que termina dejando tras su paso un deprimente y desolador paisaje. A comienzos de 1.947 se adopta una nueva Constitución bajo la presión de los ejércitos aliados y el emperador pierde su papel; se destierra el régimen militar, los presos políticos quedan en libertad y todo signo del Japón feudal se suprime, conquistándose así la igualdad de los ciudadanos, incluidas las mujeres. Pero esta democratización se ve frenada por el trauma, la vergüenza, el regreso de la miseria y el aumento de la criminalidad.
El cine, bajo control americano, atraviesa un mal momento. Quedan prohibidas las historias de tiempos feudales y se recrea el brutal panorama actual, pero nunca en contra de los invasores; Kurosawa, Mizoguchi y Naruse abrazan el neorrealismo desde un punto de vista liberal y contestatario. Por su parte, Ozu acaba de volver de su exilio en la guerra, tras ser arrestado por las autoridades y destruir los archivos de un film de propaganda realizado en su transcurso; de nuevo se instala con su madre, pero el Japón que observa es muy distinto, y ello le hace ponerse tras la cámara para rodar un drama escrito por su frecuente colaborador Tadao Ikeda.

El director sitúa esta cámara en las inmediaciones de una de tantas comunas ocupadas por gente pobre, que será el escenario principal, con el negro manto de la noche cubriéndolo todo cuando entramos a uno de esos desvencijados hogares. Dentro un hombre, Tamekichi, le habla a un espectro, quizás a una esposa desaparecida, y le insta a separarse de él, recordándole que se debe olvidar el pasado y vivir en el presente; de repente su compañero Tashiro entra junto a un niño, Kohei, aparentemente perdido, que le ha ido siguiendo desde la ciudad, y se propone dejarle pasar la noche con ellos.
Un comienzo como éste es señal obvia de que el drama marcará el devenir de los sucesos, pero Ozu es lo suficientemente hábil e ingenioso como para no abandonarse a los estereotipos del sentimentalismo, a los que otro cineasta neorrealista se hubiera acogido, y la reacción de Tamekichi al ver al pequeño lo atestigua. Tras su rechazo, Tashiro lo confía a otra vecina, Tane, una anciana igual de arisca y desagradable; en ese minúsculo grupo de viviendas nadie quiere ver niños, bien porque ya los han perdido en la guerra o porque nunca pudieron tenerlos, pero el sentimiento de parquedad y desprecio deja un poso incómodo, y el tono que el nipón desea imprimir resulta tan patético como desgarrador.

El avanzar de la trama se fundamenta sobre todo en la relación entre Kohei y Tane, iniciada desde la humillación, el desdén y el menosprecio; el rostro contraído y malhumorado de la anciana crea no así un extrañamente gracioso contraste con la rechoncha cara e impertérrita mirada de su infantil huésped. Poco después sabremos que el padre de éste fue a Tokyo a buscar trabajo y le olvidó, o bien decidió deshacerse de él según las amargas conclusiones de Tane, quien debe quedarse con el chico para su desgracia; alrededor de ellos se erige una sociedad hecha añicos que Ozu radiografía de cerca a través de una mirada cálida y entrañable, pero irremediablemente triste.
Los periódicos se apilan en puentes vacíos, sábanas rotas cuelgan de cuerdas viejas, niños huérfanos se entretienen pescando en el río; el ambiente transmite la intensa desolación de una sociedad que ha perdido todo. En uno de estos emotivos momentos que nos brinda el cineasta, se nos invita a una cena organizada por los vecinos (familia sin lazos de sangre unida por la miseria y la necesidad) tras ganar uno de ellos en la lotería; se recuerdan tiempos pasados, se cantan canciones antiguas, de cuando los artistas ambulantes alegraban las calles, pero estas canciones también hablan de la guerra.

Desde la cruda veracidad se describe el día a día de estas pobres gentes, que sobreviven con humildad, estoica resignación e incluso humor. Apelando de un modo necesario a la sensibilidad (que nunca desde el sentimentalismo), Ozu permite la unión de los dos personajes principales, donde poco a poco brota de entre las quejas, las riñas, los ceños fruncidos y las lágrimas un afecto cercano al amor materno basado en la comprensión, en la aceptación de lo que una vez no se tuvo y ahora sí por ironías del destino. Sin embargo el guión de Ikeda es exiguo, y ni él ni Ozu profundizan en las posibilidades que ofrece.
De hecho, el sueño de Tane se puede rompe antes de empezar con la llegada de aquel padre perdido, aunque esto no significa un desenlace triste; coronando el clímax con un discurso demoledor sobre el peligro del egoísmo individual y la necesidad del mutuo apoyo (el del pueblo japonés, que se deshace), transmitiendo así la intención del director, Choko Iida hace gala de una maravillosa interpretación, compartiendo protagonismo con el pequeño Hohi Aoki, con el que Ozu seguiría trabajando. En un segundo plano pero nada olvidados quedan Reikichi Kawamura, Mitsuko Yoshikawa y el siempre inmenso Chishu Ryu (aquí dándonos uno de los instantes más recordados de su carrera al cantar en la cena de los vecinos).

Pero el nipón también nos regala otras memorables secuencias, como la desarrollada en la playa de Chigasaki o esa con la cual desea concluir su fábula, con los niños huérfanos de la guerra alrededor de la venerada estatua del político y samurái Saigo Takamori, y que en un principio iba a ser desmantelada por el ejército americano debido a su simbología nacionalista.
El alegato final de Ozu es firme y su sinceridad hiela la sangre...



Me gusta (1) Reportar

Críticas: 1


Escribir crítica