Ficha Agitator


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Críticas de Agitator (1)




Mad Warrior

  • 28 Feb 2020

8



Cuando la ambición es el resorte perfecto para la traición, cuando la honestidad sucumbe a las más repugnantes manipulaciones, ¿en quién se puede confiar?, y, lo más importante de todo...
¿a quién hay que dejar vivir y a quién hay que matar?

Las temibles, peligrosas y abisales profundidades de la mafia japonesa ya han sido investigadas desde todos los ángulos por una infinita cantidad de cineastas, muchos dedicando gran parte de su carrera a convertir su interés por ese inmenso submundo de muerte, corrupción y demencial honor en auténtica pasión; bien pueden servir de ejemplo clásicos como Fukasaku, Masumura o Suzuki o más contemporáneos, caso de Kitano, que revitalizó y reinventó los códigos del cine yakuza. Pero seguramente nadie haya dedicado tanto tiempo, esmero y atención a dicho género como Takashi Miike.
En 2.001 el incombustible realizador ya llevaba la friolera de diez años en producciones para la gran pantalla, el mercado del vídeo o la televisión, y a lo largo de todo ese tiempo no descuidó ni un solo año, ni uno solo, para inmiscuirse en el universo de la yakuza y ofrecer un nuevo relato sobre él y sus tan curiosos seres, y seguro que desde un punto de vista diferente cada vez. ¨Araburu Tamashii-tachi¨ (o ¨Agitator¨) fue uno de los muchos títulos que decoraron el mencionado 2.001 en la filmografía del nipón, pero por desgracia lo haría junto a otros que obtuvieron mayor reconocimiento (¨Ichi, the Killer¨, ¨La Felicidad de los Katakuri¨, ¨Visitante ¨Q¨ ¨...).

Y ello radicó en la decisión de Miike de distanciarse considerablemente de su característico estilo para acometer un proyecto realmente ambicioso, serio y completo, de cuyo guión se encargaría Shigenori Takechi, uno de sus estrechos colaboradores. Lógico es que el fan medio del director, tan acostumbrado a su cine más alocado y aberrante, desconozca la no así fascinante obra que nos ocupa y que nos mete de cabeza en los oscuros entresijos y rencillas de dos principales familias enemigas, la Yokomizo y la Shirane, y cómo un asesinato de un miembro de la segunda sirve de catalizador para iniciar una sangrienta guerra cuya evolución nadie sospecha.
Aunque Takechi distribuye la atención de manera equilibrada entre los muchos personajes, son el teniente Yoichi y su soldado Kunihiko los que se hacen con el protagonismo a raíz del asesinato de su superior, el supremo jefe de la Yokomizo, mientras una amenazante silueta llamada Numata va sembrando la discordia entre todos. No hay velocidad en los sucesos ni gratuitos alardes de violencia explícita pese a casuales estallidos de brutalidad, necesarios y justificados; Miike se contiene, se mueve por el espacio con soltura y a la vez con calma y milimétrica precisión, y se toma mucho tiempo para reparar en los personajes con el objetivo de hacer al espectador parte del mundo que ellos habitan.

Por eso mismo filma la crueldad, el desamparo, la violencia, la soledad, la traición, la tristeza, la injusticia, el desprecio, el miedo y el sadismo inherentes a dicho mundo desde todos los puntos de vista posibles: el del amigo, el de la esposa, el de la hija, el del padre, el del jefe, el del subornidado, seres diferentes pero conectados por los nefastos e inesperados giros de un destino susceptible de acabar en tragedia debido a las pérfidas maquinaciones humanas. Entran en conflicto la lealtad de la verdadera amistad con la lealtad organizada por conveniencia, la hostilidad en el seno de la familia biológica con la unión y el respeto imperante del clan.
De hecho esta unión se llega a observar como una auténtica familia, cuyos miembros únicamente se tienen los unos a los otros frente a las vicisitudes de una repugante sociedad donde los irreparables odios del pasado son el resorte de las matanzas del presente y lo esencial para ganar es seguir vivo, sin importar la sangre derramada. Desde las primeras secuencias del film, Miike subraya así el pesimismo y desasosiego que exuda la atmósfera, implacable, agobiante, sin variar ni un ápice la densidad de la trama ni la sobriedad de su técnica (salvo por algunas secuencias algo inexplicables cuya presencia resulta enigmática).

Está claro, como en toda película de gángsters, que los múltiples engaños, manipulaciones y trifulcas llevarán el argumento a un desenlance cuando menos apocalíptico y encarnizado en el que el rojo de la sangre y el blanco del restallar de las armas compondrán su sinfonía de muerte. Por tanto no es el final lo más importante ni tan siquiera lo más interesante, sino el devenir de los acontecimientos que nos conducirán a él. Un imponente Masaya Kato y el siempre fantástico Naoto Takenaka encabezan triunfantes un extensísimo reparto donde hallamos a conocidos colaboradores del director (quien también nos honra con una aparición impagable).
Colaboradores como Renji Ishibashi, Jun ¨Hakuryu¨ Jung-Il, Mickey Curtis o Kenichi Endo, además de los buenos Daisuke Ryu, Hiroki Matsukata, Taisaku Akino, Masato Ibu y Yoshiyuki Yamaguchi, todos ellos al servicio de una historia de pliegues verdaderamente descorazonadores y ásperos en los que no faltan trazos de agrio drama psicológico y un humor negro corrosivo que se desliza insinuante en el epicentro del horror, la inmundicia y la desesperación.

Si el nipón ha disfrutado haciendo lúdicas parodias de este cine (¨Fudoh¨, ¨Osaka Tough Guys¨, ¨Full-metal Yakuza¨...), ahora se acoge a su espectro más clásico, todo ello sin intención alguna de buscar la originalidad, sino más bien de rendir un tributo solemne, casi romántico, al género, lo que consigue con creces en el que permanece como su fresco definitivo de yakuzas.
Más de dos horas y media que conforman su trabajo más denso y complejo, al cual guardaré un especial cariño y recuerdo, pues ha sido ni más ni menos que la 40.ª película de su filmografía que pasa por mis ojos. Y he de admitir que este hombre nunca deja (ni seguramente dejará) de sorprenderme.



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