Ficha El Sabor del Sake


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Críticas de El Sabor del Sake (1)




Mad Warrior

  • 16 Jun 2020

9



El otoño está aquí, y bellas plantas como las hokigusa y los crisantemos ofrecen vivos y cautivadores colores, pero el olor más conocido es el que despide el sanma hecho a la plancha, el delicioso pez espada del otoño, que avisa de la llegada de dicha estación, aunque el sabor en su interior es bastante amargo...

Son los jóvenes talentos, criados en el seno de grandes estudios y exiliados por voluntad propia para acometer proyectos más libres, los que empiezan a captar la atención en el panorama cinematográfico, reemplazando a los considerados clásicos. 1.962 es también el último año de algunos, como la actriz reciclada en realizadora Kinuyo Tanaka (en su susodicha función de directora) y Yasujiro Ozu, quien acaba de acometer su última colaboración con Setsuko Hara en “El Otoño de la Familia Kohayagawa”, por la que es nominado al Oso de Oro en el festival de Berlín. El público internacional ya le ha descubierto, se le sitúa a la altura de los maestros y es nombrado miembro de la Academia de Artes.
Por desgracia su madre Asae, con la que lleva compartiendo toda su vida, fallece poco antes, quedándose solo, pues nunca llegó a casarse. Prepara entonces junto a Kogo Noda la que ignora será su última obra, llamada muy convenientemente “Sanma no Aji” (cuya traducción ridiculiza el título original), y que se inicia como otras tantas suyas con un escenario industrial presentado con humeantes chimeneas, pues nos hallamos en el escenario del Japón del capitalismo y el crecimiento económico. Shuhei Hirayama habla con una empleada sobre la inminente boda de una joven compañera, sin embargo la chica en cuestión confiesa su soltería y que aún vive con su padre.

No será sólo un signo de premonición, de incertidumbre (pues, como vemos, el protagonista verá repetida esta situación en la vida de varios allegados), sino también el último discurso del director acerca de la inevitable separación de padres e hijos y del matrimonio de la hija, el cual lleva tratando en su cine desde la llegada de Noriko en esa lejana “Primavera Tardía”, que prácticamente sólo se dedicó a revisar a través de pequeñas variaciones esenciales. En efecto reaparece la obligación de que la hija esté junto a un marido en un hogar propio, algo que en los años 60 resultaba ya tremendamente desfasado (el director fue, al menos en su última etapa, un defensor acérrimo de la costumbre, la moral y la tradición).
Pero como en otras ocasiones, la importancia de este tema no radica en el “qué ha de ocurrir”, sino en el “dónde”; Ozu vuelve a radiografiar con su cámara inmóvil los diversos espacios de una sociedad que ha cambiado, y esta mirada está colmada de melancolía, nostalgia y mordacidad, y es el olor del alcohol (aunque a eso no se refiera el título) el que impregna cada rincón de dichos espacios y a aquellos que los habitan. Hace poco que el blanco y negro desapareció de sus obras sustituyéndolo la intensidad de los colores, filmados en Agfacolor, muy propio teniendo en cuenta las nuevas tonalidades que estaba adquiriendo el entorno social nipón.

Aunque el seno del hogar se procura conservar como último reducto de las buenas costumbres, el director recalca la misma dura verdad con la que nos golpeó en “Cuentos de Tokyo”, y es que la vida cambia acorde al progreso, a las tendencias, a los ideales, a las aceptaciones: los hombres maduros se separan de los hijos y buscan esposas jóvenes para llenar ese hueco (Horie), se rememoran tiempos de guerra y se fantasea con las posibilidades que hubiese dado la victoria (el antiguo compañero de Shuhei), se subraya la soledad de los viudos con hijos emancipados con la misma aspereza que la situación de los que aún viven con sus hijas.
Hijas que son eternas sirvientas condenadas a llorar en silencio en una esquina oscura de la estancia mientras el progenitor, trasunto de un posible marido, llega borracho a casa (Sakuma y Tomoko); mientras el alcohol alivia las penas de estos amargos individuos, los jóvenes son descarados y hablan mal (Kazuo) y las atrevidas muchachas se rebelan contra la figura del marido, en este caso patético y cobarde (Koichi), y la de la esposa sumisa, rol bien interpretado por Akiko, que además viste muy a la moda, con colores chillones; al otro extremo está Michiko (nótese que el nombre de la primera está relacionado con “vitalidad” y “chispa” y el de la segunda lo está con “sabiduría”).

Esta chica, alrededor de la cual gira toda la trama resulta menos temperamental y viste el kimono fuera de casa, lugar donde se transmuta en una esposa a cuyo marido sustituye el padre, aun sin querer decir que a veces no esté en desacuerdo con él. El conflicto se inicia con la idea del matrimonio, que en última instancia tergiversará “El Comienzo del Verano”, donde Noriko podía elegir por su propia voluntad (ahora, la decisión de la hija fracasará y tendrá que resignarse a la tomada por el padre). Ozu parece condensar todo lo mostrado en su obra y “Sanma no Aji” (con escenas y situaciones calcados de otros títulos) es el sabio y maduro epítome de la misma.
Pero el aderezo es más acertado que otras veces, el de su desnuda melancolía regada con no pocas dosis de humor afilado, o quizás es el gusto del delicioso hamo acompañado de un buen sake; sea como sea se logra un resultado de lo más satisfactorio. Shima Iwashita es acompañada por maravillosos actores como Nobuo Nakamura, Ryuji Kita, Keiji Sada, la guapísima Mariko Okada (la esposa del vanguardista Yoshishige Yoshida, muy enfrentado con Ozu), Haruko Sugimura o Daisuke Kato; Chishu Ryu, por su parte, también condensa todos aquellos papeles de padre y viudo que tan magníficamente había interpretado para el cineasta.

¿Y al final qué queda? Ni más ni menos que una casa vacía y oscura, con el padre borracho, lamentándose de su soledad y de la marcha de la hija (de nuevo, como en ¨Primavera Tardía¨). Por un momento el director se reencarna en Ryu, y el destino querrá que la última frase de su última película sea “Estoy realmente solo, ¿verdad?”; sólo resta observar el triste escenario envuelto en sombras y sentarse a beber un poco de té...
El verano está lejos, al igual que la primavera, el otoño se termina y llega el invierno, justo cuando Ozu nos deja a la edad de 60 años, en 1.963, afectado de un cáncer de garganta. Se va un maestro, sí, pero su legado y su universo íntimo y único, que no es más que el de la vida misma, el de las relaciones familiares, los conflictos intergeneracionales y la cotidianidad de la existencia humana, se mantiene poderoso y cautivador. En su tumba, que comparte junto con su madre, estará escrito ¨la nada¨.



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