Ficha El Valle de los Placeres

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Críticas de El Valle de los Placeres (4)




Mad Warrior

  • 23 May 2021

6


¿Los Angeles? ¿Dónde está? ¡Cuánta polución! ¡Qué va! ¡No hay cultura! ¡Eso mola, vaya locura! ¡Es fría y está llena de locos! ¡También es bonita, y hay de todo un poco! ¡Muy sucia, con fiestas sin parar! ¡Sería un muermo de ciudad! ¡Enfermiza, sin razón! ¡Qué paliza, corazón! ¡Cruel y despiadada! ¡Y menuda gozada! ¡Cuantos chiflados! ¡Pues venga, vamos!

Desde mediados de los 60 el negocio del cine no estaba pasando por una buena racha, sobre todo en las grandes productoras, que tuvieron que sacrificaron sus sistemas tradicionales confiando en directores independientes cuyos pequeños trabajos se convertían en auténticos éxitos de taquilla (“Easy Rider” como mejor ejemplo de ello); de esta peculiar situación se atisba algo tan increíble como ver a Russ Meyer, el mago de libertinaje y la inmoralidad de la serie “B” que logró sacar de quicio a todo el sector conservador de Norteamérica, ocupando las filas de 20th Century Fox.
En un principio la autora Jacqueline Susann ofreció a éstos la posibilidad de hacer una secuela de la tan lucrativa adaptación de su novela “El Valle de las Muñecas”, sin embargo el presidente de Fox, Richard D. Zanuck, acabó deshechando ese guión y, tras quedar impresionado con “Cherry, Harry y Raquel”, que estaba obteniendo unos altísimos beneficios pese a su calificación “X”, ficha a su director y le da carta blanca para escribir algo similar al film de Mark Robson, suponiendo para él todo un triunfo personal tras dos décadas de haber sido considerado un mero pornógrafo y una amenaza por las productoras y críticos de Hollywood.

Pero el muy inteligente Meyer, y su amigo Roger Ebert (entonces un joven crítico del Chicago Sun Times), que iba a ejercer de guionista, después de ver la película original, empezaron a estudiar sus claves, trama y personajes, y en lugar de plantearse una secuela “seria” se lían las mantas a la cabeza y dan a Zanuck y David Brown una especie de versión satírica y excesiva de la misma; éstos, que se enfrentarán a una demanda millonaria de Susann siendo el primero despedido poco después de Fox, dan luz verde al proyecto, y la oportunidad a Meyer de manejar un presupuesto millonario.
Los pobres no sabían donde se metían, ni tampoco nosotros, que somos engañados ya desde ese prólogo cuyas imágenes son en realidad las del brutal clímax final y donde se avisa que en efecto no vamos a ver una secuela de la novela; en su lugar conocemos a Kelly, Casey y “Pet”, tres alocados trasuntos de las anteriores Anne, Jennifer y Neely, integrantes de un grupo de “pop rock” de relativo éxito que, junto a su manager Harris (y amante de Kelly) dejan las carreteras polvorientas para buscar el éxito en Los Angeles (como la gran mayoría, hallarán de todo menos eso...). Así el director también deja sus habituales entornos desérticos y se mete en la ciudad con la fuerza de un ciclón, arrasándolo todo a su paso.

Su mayor virtud es que jamás le importó lo que contaba, sino lo que mostraba y cómo lo hacía; en esta ocasión él y Ebert capturan al vuelo la esencia desencantada del momento, cuando las generaciones de los 60 se estaban enfrentando al terrible final de la década viendo cómo se separaban los Beatles, Richard Nixon era elegido presidente, Brian Johnson moría ahogado en su piscina y por supuesto Vietnam, siempre Vietnam; dejando atrás las nubes de LSD ya evaporadas y fracasando al creer en ideales aplastados por la violencia social, todos se precipitaron al vacío y sólo les quedó entregarse a la misma vida a la que caen las protagonistas.
La fiesta en casa del productor musical Ron Barzell es el punto de inflexión de un guión deliberadamente tramposo cuyos artífices se regodean en su caótico desarrollo y ritmo narrativo endiablado, dedicándose a abrir multitud de subtramas alrededor del trío de muchachas y de otros secundarios para acabar en callejones sin salida que son resueltos por medio de una violenta tragedia (inspirándose Ebert para esto en la tradición dramática “shakespeariana”). Y entre las muchas que hay tenemos: el romance fatal de Harris y Kelly, una intriga entre ésta y el abogado de su tía Susan por una herencia; el embarazo y aborto de Casey; o el matrimonio entre Susan y Baxter (que remite y finaliza al de Anne y Lyon Burke).

Amplio catálogo de personajes con los que Meyer y Ebert no sólo ridiculizan y radicalizan a los estereotipos melodramáticos hollywoodienses, sino a individuos reales, por lo que el ataque resulta más significativo (el poderoso abogado conservador Charles Keating con el rostro de Porter Hall, o el productor Phil Spector, parodiado en Barzell), hasta el punto de convertirlos en grotescas caricaturas, reflejo a un tiempo de la extravagancia y la decadencia del mundo del éxito (el de Hollywood en especial) y esas clases altas que han querido sumarse al movimiento contracultural.
La clave de tal ridiculización está en cómo Ebert imaginó unos diálogos tan desmesuradamente absurdos y brutalmente frescos, llenos de argot juvenil, y al mismo tiempo empujar Meyer a los actores a recitarlos con una gravedad literaria propia de los textos de Eugene ONeill (lo que descolocó a éstos irremediablemente); pero irónicamente aquél les concede grandes tramas dramáticas y una profundidad psicológica y emocional como nunca antes había hecho (es increíble el modo en que esta obra no se avergüenza un segundo al contradecir constantemente sus principios), sin olvidar ni paliar a los conocidos arquetipos de su cine.

Por un lado: hombres cobardes, brutales, débiles e hipócritas; por otro: hembras voluptuosas, sibilinas, infieles, lúcidas e instigadoras de la catástrofe. Personajes a quienes mete de cabeza en una burbuja de ambición, locura, traición, sexo y uso de drogas sin control; ahí radica su valentía a la hora de observar el mundo del éxito y esos seres monstruosos que habitan bajo sus falsos oropeles y destriparlo por medio de la salvaje sátira. Y es que, al ser él un hombre con gran capacidad para burlarse de todo principio ético, su obra posee la extraña facilidad para condenar el frívolo hedonismo de ese mundo y a la vez apostar por la celebración de su descaro inmoral.
De esta forma veremos cómo los individuos (en especial el trío femenino) son arrastrados por su debilidad, terrible capacidad de decisión y recalcitrante cinismo a una cornucopia de perversión y fatalidad, hasta no vislumbrar ninguna salida posible salvo la de la muerte o la total corrupción física y espiritual; en este sentido el cineasta se muestra tan áspero y oscuro como en sus obras más góticas. Esa omnipresente decadencia y perdición quedan ya expuestas con el viaje inicial a Los Angeles, cuyo malsano entorno se radiografía sin la más mínima piedad demostrando un sentido del humor afilado en una frenética sucesión de planos encadenados con la musicalidad de los diálogos.

Buen ejemplo de la audacia visual de Meyer, quien sabe que es vital elaborar una imagen adecuada para atrapar la atmósfera de su epopeya de desenfreno, sensualidad y violencia e inyectarse directamente en las retinas y los oídos del espectador, al que se le brinda una experiencia completamente inédita; así vapulea nuestros sentidos por medio de una conjunción de elementos que estalla en pantalla hasta hacernos alcanzar emociones catárticas: encuadres rarísimos, una paleta de colores y tonos intensos, formas psicotrópicas y una selección musical sencillamente memorable (en especial los temas de las ficticias The Carry Nations, que tanto recuerdan a grupos femeninos de la época como BIRTHA o FANNY).
Pareciera que por un milagro se hubiesen unido los Andy Warhol, Jean-Luc Godard y Seijun Suzuki más festivos y alocados; por ello, ni que decir tiene, merece un elogio la dirección artística de Jack Smith y Arthur Nolergan, la banda sonora Stuart Phillips y el montaje realmente innovador de Dick Wormell y Dann Cahn. Los dispositivos visuales de los que se sirve el nativo de California y su libertad tras la cámara, que usa cual jeringuilla para chutarnos una dosis de eclecticismo “kitsch” en vena, perturba, marea y a la vez fascina, en todo su desquiciado exceso, su absurdo desprovisto de cualquier sentido moral.

Al igual que todos sus personajes, dispuestos en un pintoresco elenco compuesto bien de modelos, como Dolly Read, la preciosa Cynthia Myers y esa mítica Erica Gavin, o de actores poco profesionales donde destacan Edy Williams (cuya relación con el director, iniciada desde la hostilidad, acabó en matrimonio), el gran Charles Napier en un extraño papel de galán distinguido y ese incombustible John LaZar, responsable de hacer que la fatalidad precipite la historia (porque no había otro modo de acabarla) a un clímax de puro delirio donde los truculentos hechos (inspirados en los recientes asesinatos de Manson en Cielo Drive) se suceden sin orden ni concierto.
Esta inesperada vuelta al principio de la historia provoca una sensación de malestar y náusea tan impactante e inenarrable que hay que ver para creer, lo cual remata Meyer con un burlón mensaje moralista directo al hígado del conservadurismo americano donde parece querer justificar todas las maldades y atrocidades de las que hemos sido testigos en una definitiva muestra de su humor único. En su momento, los críticos y expertos no entendieron esto, ni por consiguiente el resto de la película, a la que machacaron sin ningún miramiento; pero la joven generación sí la entendió y gracias a ella terminó convirtiéndose en un rotundo éxito tan grande que ni los ejecutivos de Fox creyeron.

Meyer ya estaba en la cima del Mundo, y con su obra, superior a la de Robson (al menos es honesta), creó el epítome del exceso cinematográfico moderno en todos los sentidos, por lo que no tardó en ser elevada al estatus de culto, hasta considerarse de importancia vital en la Historia del cine entre los directores más prestigiosos de la industria.
A pesar de salir extasiados y mareados, merece la pena dejarse absorber por la colorida ilógica de las alucinatorias y sofisticadas esferas de “El Valle de los Placeres”, porque pocas veces resultó tan obscenamente divertido descender a los más enfermizos abismos del mundo del éxito y la fama.



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Parnaso

  • 27 Sep 2019

3


Interesante en sus formas, llamativos sus personajes, pero un desarrollo que no me ha cautivado en absoluto. Un grupo de chicas que practican rock se disponen a conquistar Hollywood, allí conocen los excesos, personajes únicos, desmadre sexual... De todo, después suceden acontecimientos infaustos y encadenados que no terminan de aportarle credibilidad, lo del chico en silla de ruedas y el repentino enamoramiento de la lider de la banda de rock... es para mear y no echar gota...



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TANO

  • 10 Aug 2019

6


Un tributo puro a la psicodelia de los 70, sin grandes pretensiones pero que resulta realmente entretenida. Sexo, drogas y rock and roll, literalmente, es lo que nos regala esta película, mezclada con un poco de locura. La historia de un grupo de personas y como se van entremezclando sus destinos, de forma totalmente inesperada, hasta llegar a la pura decadencia del final.
Una película que parece adelantada a su tiempo, con un lenguaje soez, escenas fuertes y algunas que tuvieron que ser realmente chocantes en su época.
Vale la pena verla aunque sea por su originalidad.



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Flores

  • 27 Nov 2011

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Bizarra, simplemente eso...

Qué estética tan típica de la década del ´70...!!!

Mientras en la ARgentina se filmaban películas de Sandro o Palito Ortega..., salió este producto ¨fuerte¨ de la cinematografía...



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Críticas: 4


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