Las Apariciones
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por Javier Bocadulce
Puntos: 7

Pensar que el maestro que te daba clases de lengua, ya cerrándose los años setenta, se plantara ante ti en forma de relatos algunos lustros después, no dejaba de ser un dardo de sorpresas retorciéndose, vencido, bajo la presión de tu vaticinio. ¿Don Salva?¡Vaya! ¿será el cumplimiento de un capricho? Podría haber sido en tu recuerdo el típico profesor peñazo, y tú haber sido el blanco de sus frustraciones. La venganza perfecta. Reírte de sus fatuos aires de literato. No es el caso. Salvador es un tío cercano, de justa confianza, y decían que fue boxeador...Suficiente bagaje para recordarlo con simpatía. Y abres el libro; llevas veinte páginas, y don Salva es un escritor de verdad.

Hace ya bastantes años, me topé en la biblioteca de mi ciudad, con un pequeño libro de relatos cuya autoría me movió a cavilación. Al dar la vuelta a la publicación, me encontré con el motivo: allí se plantaba la fotografía de un antiguo profesor mío, de los setenta/ochenta. Don Salva, para nosotros. Pensé: "este libro me lo leo, siquiera sea por curiosidad". Por entonces no había vuelto a encontrarme con este hombre desde mis tiempos de colegial, cuando recibía sus clases de literatura. Y jamás habría pensado que sus devociones literarias culminarían un día en algo que pudiera reseñar.

Me sorprendió la lectura. El libro es una recopilación de cuatro relatos cortos, emparentados por situaciones análogas de sombras sobrenaturales y por el efluvio del campo, magníficamente retratado. Salvador Calvo es un escritor mesurado, paladeador de los silencios y ojeador de los vericuetos rurales, con los que - me consta - disfruta a raudales, pues es un gran amante de la naturaleza. Es un goce que plasma con frenesí y generosidad en sus publicaciones. Uno se encuentra con la prosa reposada y meditada de Machado y las descripciones magníficas de Delibes en sus pequeñas creaciones, como en Las Apariciones. Se ha de leer con calma, pensando no sólo en las historias que nos refiere y sirven de cuenco para un despliegue sensitivo magistral. Uno puede casi oler la hojarasca, triturar los guijarros, absorber las humedades de los ríos fluyentes de vida acuática junto a la arboleda abundante, recorrer pensativo las vueltas y revueltas de los caminos perdidos...todo con el pensamiento, gracias a la abigarrada semblanza de la naturaleza.

En Pozo Peregrino (la calma), el primer relato, el sofocante calor del verano extremeño sirve de nexo para conectar sucesos, rumores y vidas del presente y del pasado, hasta hacerles coincidir en un diálogo común, con el apoyo físico de una extraña niebla o calima que es como una puerta al desmayo y a lo desdibujado, que permite lo imposible: que un asesinado decenas de años atrás se plante como un judío errante ante nuestra vista, y pueda hasta saludarnos.

En Collado de Regaña (Nubes), irrumpe poderoso lo sobrenatural en forma de trueno que se confunde con el estampido de un disparo, lanzado desde el odio de un hombre humillado mucho tiempo atrás, en otra época y por otro hombre, contra el cual iba dirigida la bala mortífera. La acción de la muerte, entre descripciones nuevamente palpitantes de hermosura natural, desemboca sobre el hombre equivocado, atravesando el tiempo y horadando un pecho inocente.

Los Puentes (Brumas), penúltimo relato. Magistralmente, Salvador plasma los días de pesca en un entorno bucólico, a orillas del Tajo, para un señor cura y un joven del pueblo, que, de buenas a primeras, se convierten en testigos de un hecho asombroso sucedido entre los llamados Puente Nuevo y Puente Viejo, elementos metafísicos del pasado y el presente, vinculados por una espesa y repentina bruma, que aporta la visualización espontánea y surrealista de un crimen ocurrido durante la guerra, treinta años antes.

Pone punto y final a esta ristra de breves relatos El jinete (la llovizna), una narración que entronca con los sentires más propios del romántico Bécquer, ahondando en los misterios que conducen al corazón a embarcarse en aventuras más allá de lo imposible, tras ser eliminado de la existencia. Jinete pálido y demacrado que, tras morir abatido por unos criminales, se conduce a lo largo de los lustros a caballo, para mostrarse como vaga sombra tras la llovizna de las tardes, por el camino imposible de su redención, día tras día, como si la inexistencia buscara afilar sus contornos, a fin de no ser infinita. Tras cada coma, se paladean elementos románticos de profunda emotividad, dotando de sensibilidad, si fuera preciso, incluso a las piedras del camino.

Salvador contrapone la flora y la fauna, con sus exuberantes manifestaciones, al primitivismo de la acción humana en su colisión de barbarie con otros hombres. Historias de aparecidos que cruzan las barreras del tiempo antes de saberse fallecidos; heridos por las guerras y los enfrentamientos entre conocidos; por los odios taciturnos, que sirven de fondo para que el autor nos muestre un tapiz de vocablos ya perdidos en la espesura de los tiempos, del olvidado mundo campesino, rural, cinegético, como exquisito envoltorio de unos relatos de aparecidos; que pertenecen a un habla dormida, por germinar en las bocas de nuestros antepasados, que sí conocían el campo, sus frutos, sus especies y sus graznidos, sus quejidos y su selvática y enfoscada variedad; su floresta de nombres que suenan a olores campestres, a revueltas del camino, a encuentros entre jaras y quejigos...

Salvador, un hombre que ama la naturaleza y sus nombres, sus recovecos y sus paisajes ensoñadores; que esgrime su nombre para protegerla. Devoto de la caza y la pesca en su manifestación más respetuosa con el entorno. Un hombre y un poeta entre cuentos y relatos que evocan los amores de Delibes.

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